En la primera lectura, los israelitas, quienes están
marchando por el desierto, están hambrientos y
enojados. Dios debía habernos matado en Egipto,
dicen; por lo menos así habríamos muerto con
comida en la barriga.
Como respuesta, Dios les alimenta con pan celestial. El pan
se cae del cielo durante la noche, y en la mañana
pueden recoger su pan del suelo. Parece haber sido
además un pan especialmente maravilloso. La escritura
dice que fue pequeño, blanco, ligeramente dulce, como
miel con cilantro (Ex. 16,31), y fue muy nutritivo
también. El pan lemba de los Elfos de Tolkien, tan
apreciado por su sabor y nutrición, debe haber sido
modelado sobre el maná.
Esta historia es increíble. En mi mundo, si tú
quieres pan, tienes que ir al mercado para lo que necesitas;
encima tienes que pagar por lo que obtienes ahí. Y si
en tu enojo, refunfuñas contra Dios, la única
cosa que consigues es sentirte culpable; no consigues pan
que se cae del cielo. Con las tiendas y el
dinero––tampoco sin ellos––no
conseguimos para nada el pan de los Elfos.
¿Por qué son tan afortunados estos israelitas?
¿Por qué no hace Dios que el pan se caiga del
cielo para nosotros también?
Esto es lo que el relato hace claro. Dios es un Dios de la
historia. Él interviene en los asuntos humanos de
modos particulares en tiempos particulares para proveer a su
pueblo lo que les beneficie en ese momento. Sólo esos
israelitas quejones tienen la oportunidad de comer el
maná. Incluso ellos sólo lo pudieron comer
durante un cierto tiempo. Cuando cruzaron el Río
Jordán, el maná se acabó. La
única cosa que tuvieron entonces fue el maíz
reseco de la última cosecha.
Estos pensamientos pueden provocar un anhelo doloroso.
¿A quién no le gustaría estar entre los
que pudieron saborear ese maná de miel dulce?
¿Quién no desearía haber sido uno de
los que fueron alimentados de la misma mano del
Señor?
Pero en el amor de Dios, cada anhelo tiene su
satisfacción. También somos alimentados con el
pan del cielo; y, en la Eucaristía, saboreamos la
bondad del Señor, la cual es más dulce que el
vino o la miel (Sal 19,10). También somos alimentados
de la misma mano del Señor.
Aunque Dios es un Dios de la historia, para cada uno de
nosotros es verdad que nada nos faltará.
Eleonore Stump
Traducción de Br. Thomas Schaefgen, OP
|