Hace algunos años, durante una novena de Navidad, estuve
celebrando la eucaristía en CETI (Centro Terapéutico
Infantil), una institución de Bogotá que acoge a niños y
niñas con parálisis cerebral o con otras deficiencias más
o menos profundas. Suelo ir a CETI y encontrarme con
amigos y amigas muy queridos que, además de ser pobres,
han tenido que vivir con unas limitaciones que los
marginan aún más de su vida familiar y social: Diego,
Gloria, Uriel, July y tantos otros.
Ese día, la eucaristía transcurrió sin mayores
sobresaltos; cantamos, aplaudimos, nos alegramos de
recibir la visita de Jesús en nuestra casa. Pero, en el
momento de la comunión, cuando comencé a repartir el
cuerpo del Señor entre los niños y niñas que estaban
sentados en sus respectivos puestos y a las colaboradoras
del centro y a un grupo de amigas que habían ido conmigo,
comenzamos a escuchar un lamento extraño, que no supe
reconocer en el primer momento, porque expresaba un gran
dolor pero, al mismo tiempo era suave y delicado. Era
Andrés, un niño de cuatro años que estaba sentado en una
silla para bebés sobre una de las mesas del salón. Andrés
tiene el cuerpo de un bebé de mes y medio; pesa 8 libras y
mide 65 centímetros. Cuando vio que todos los presentes
estaban recibiendo una galleta, él comenzó a gritar, con
la fuerza que le permitían sus pequeños pulmones, para que
también le dieran una a él. La directora de CETI comenzó a
decirle a Andrés que no gritara más. Que no podía recibir
la comunión como todos los demás. Pero Andrés no se
rendía. Seguía expresando su queja conmoviendo a todos los
que estábamos presentes. Fui, tomé una hostia sin
consagrar y se le entregué a Andrés, que la recibió con un
movimiento perfecto de su mano diminuta y se la echó a la
boca inmediatamente. Desde luego, no le supo a galleta,
como él suponía, y pronto la dejó a un lado.
El lamento de Andrés me trajo a la memoria los gritos del
pueblo de Israel que Dios escuchó, como nos cuenta el
libro del Éxodo, cuando el Señor envió a Moisés a
liberarlo de la esclavitud de Egipto y a conducirlo a una
tierra de libertad que mana leche y miel. Pero también me
trajo a la memoria aquella escena de Elías, en el Horeb,
cuando el Señor no se dejó sentir en el viento fuerte, ni
en el terremoto, ni el fuego que pasó por delante de la
cueva donde estaba, sino en un “sonido suave y delicado”,
ante el cual Elías se cubrió la cara con su capa”.
Estas dos evocaciones fueron las que se hicieron presentes
en el Monte Tabor, cuando Jesús se transfiguró delante de
sus discípulos. Cuenta san Marcos que Pedro, Santiago y
Juan vieron cómo la ropa de Jesús “se volvió brillante y
más blanca de lo que nadie podría dejarla por mucho que la
lavara. Y vieron a Elías y a Moisés, que estaban
conversando con Jesús”. Y en medio de esta escena, llena
de consolación, “apareció una nube y se posó sobre ellos.
Y de la nube salió una voz, que dijo: “Este es mi Hijo
amado: escúchenlo”. Escuchar al Hijo amado es escuchar el
grito del pueblo, que escuchó el Dios de Moisés y percibir
el susurro de la presencia de Dios en voces como las de
Andrés.
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.*
*Sacerdote jesuita, Decano académico de la
Facultad de Teologí
de la Pontificia Universidad Javeriana –
Bogotá
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