Jesús envió a los discípulos a la entrada de Jerusalén
para encontrar allí un burrito joven. Así quería entrar a
la ciudad y, por última vez, proclamar el Reino de Dios en
la Tierra. Ya había terminado su peregrinaje y la
formación de sus discípulos. El Reino de Dios hecho
persona en Cristo ya aparecería a todos los marginados y
desposeídos sentado en las ancas de un animal inseguro.
El Domingo de Ramos inicia la Semana Santa. No es la misma
historia en un año distinto, sino nuestra oportunidad
nueva de analizar lo que somos y hacemos según los
criterios de un Dios que nos ama y acompaña en la
organización y liberación de nuestras vidas. Los
discipulos pensaron que el reto de Jesús a la sociedad
cambiaría todo y a todos. Habían visto que su agenda tenía
razón y propósito y por eso lo habían seguido.
De todos modos, no comprendieron. Este mesías, entre los
muchos que prentendían serlo, había encabezado su propio
desfile mucho antes de que el burro quedara desatado y la
muchedumbre aplaudiera. Su manera de dirigir contaba con
Dios y la realidad de un pueblo oprimido. La gente no
tenía un poder decisivo sobre su propia vida. Roma dirigía
su vida económica y política, y la cultura griega se había
infiltrado en la educación de sus hijos. Jesús, como
líder, acompañaba a su pueblo oprimido hasta su propia
tortura y muerte.
Jesús comenzó su vida ministerial en las aguas del río
Jordán. En su bautismo, él no dejó nada, sino recogió todo
lo que el pueblo había dejado en ese río durante su
historia triste y larga en su paso por el Mar Rojo y el
desierto, sus destierros, las muertes por sequía e
inundación, o la vida nueva de sus siembras y cosechas. Al
salir de las aguas bautismales, Jesús se comprometió con
todo el proceso de vida en ese pueblo y con unos
discípulos más o menos fieles.
A medio camino, dos de los que le seguían le preguntaron:
¿qué seguridad tendrían ellos al llegar el Reino de
Dios?
El les contestó con otra pregunta:
¿si ellos pdrían o no pasar por el mismo bautismo por
el cual él tendría que pasar?
Por haberlo seguido, el bautismo de la cruz sería la única
seguridad de ellos. Poco a poco, con el tiempo y
entendimiento, no les aparecería otra cosa más importante
para su vida.
El bautismo de Jesús identifica a Jesús y a los discípulos
de ese momento y de ahora. El camino de la cruz se abre
sólo a los que están dispuestos a aceptar las
inseguridades que acompañaban a Jesús. Sus signos son una
bestia precaria y desconfiada y un río siempre con el
peligro de inundar o secarse. No hay otros signos de la
presencia de Dios en la Semana Santa. No hay otra
seguridad para una vida verdaderamente cristiana.
Como los discípulos de él, ¿confrontaremos las guerras del
mundo o la falta de casa, trabajo y comida en el mundo?
¿No entendemos la maldad de la economía liberal o de la
deuda internacional prolongada?
Nos sentimos sin el poder necesario para cambiar las cosas
más sencillas del sufrimiento humano en los barrios de
nuestra ciudad. Las respuestas verdaderas al mal existente
no se encuentran en la apatía; no se hallan en las drogas
heroicas ni en la convicción de que, para sobrevivir,
debemos ser blancos y ricos. El corazón de este pueblo
conoce otras cosas: que nuestra nación tiene la mortalidad
infantil más grande de todas las naciones desarrolladas,
que la tercera parte de sus niños vive al nivel de la
miseria, que doce familias controlan cuarenta y siete por
ciento de todos sus bienes, tierras e industrias, que ella
ha construido más prisiones que cualquier otro país del
mundo y que su liderazgo ya no sirve, sino para robar los
fondos de los niños, los viejos y los pobres.
Esta Semana Santa no puede ser como las demás. Es la hora
en que optamos por vivir o no el bautismo de Jesús en
medio de este pueblo sufrido y por montar o no ese potro
nuevo hasta la morada de los que usan su poder sólo para
oprimir a los demás.
Así es la Semana Santa. Es la semana que determina si
compartimos o no la cruz de Jesús. ¿Qué de nosotros que
vivimos entre una frontera de parroquia y otra? ¿Somos sus
discípulos o no?
Donaldo Headley
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