El profeta Ezequiel nos habla de un mundo sembrado por el
mismo Dios de Israel, Yahvé de las montañas y los
desiertos. No tenemos que hacer nada para disfrutar la
riqueza de lo que aparece en la naturaleza del planeta
efectivamente nuestra casa.
Sin embargo, como Pablo nos dice en lo que parece como su
último mensaje a los cristianos de la ciudad de Corinto,
vivimos nosotros, no por lo que vemos sino por fe. Y la fe
no tiene que ver con el pasado ya fijo en nuestra memoria
sino de un mundo que todavía no ha existido y que nosotros
estamos invitados a criar al lado del Señor quien se
presenta como nuestro compadre.
Las parábolas de la tercera lectura revelan dos caras de
la misma realidad de nuestra fe de misión y de
ministerios. ¿Cómo funcionamos nosotros en el mundo
nuestro de actividades? ¿Qué pasa en nuestros matrimonios
o en la crianza de nuestros hijos? ¿Qué sucede en el
barrio de nuestras parroquias? ¿Somos la levadura para
todos los demás grupos de nuestros vecindarios?
Estas preguntas se hacen porque Dios mismo nos ha sembrado
en el barrio entre otras personas que no abrazan ni la fe
nuestra ni nuestra manera de vivirla. Siempre nos llamaba
la atención lo que insistía el Monseñor Romero sobre su
propio ministerio. Para él fue cierto que él sólo
cultivaba lo que otros ya habían sembrado y que otros
ciertamente iban a cosechar sus cultivos.
Hemos recibido nuestros ministerios de tantas personas que
han tomado tiempo con nosotros como Bernabé tomaba tiempo
con Saulo. Poco a poco, Saulo llegó a ser Pablo y el gran
apóstol de los anteriormente habían sido excluidos de la
Buena Nueva del Resucitado. La vida que el comparte con
nosotros y su misión en el mundo producen en nosotros lo
que somos y hacemos entre los vecinos que tenemos. El
cambio en el mundo depende de lo que nosotros compartimos
de lo que otros del pasado nos han dejado de
posibilidades.
Es cierto que Dios mismo va a producir algo valioso con o
sin nosotros según la primera parábola del evangelio, pero
no es lo mismo sin nuestra cooperación. Así nos explica la
segunda parte de la lectura.
El arbolito de la mostaza es una planta sin mucho para
recomendarlo entre las siembras del jardín. Es un poquito
feo, de mal olor y sólo crece hasta los seis pies, un par
de metros. ¿Por qué lo escoge Jesús para describir la
misión y ministerios de su comunidad de fe?
Quizás lo recomienda, no por él mismo arbolito, sino por
las aves que ponen sus nidos en esta clase de arbusto.
Durante la misión de la Arquidiócesis de Chicago en San
Miguelito, Panamá, las paredes del centro de la Parroquia
de Cristo Redentor permanecían abiertas al aire; son unas
verjas forjadas de forma abierta con las palabras y
símbolos del famoso canto de alabanza de los tres jóvenes
del libro de Daniel, el profeta.
Esta construcción permitía a las aves entrar y salir
siempre del centro. Unos pajaritos, amigos de la casa,
habían puesto sus nidos en los arbustos chicos alrededor
del centro. Fueron los ruiseñores de la parroquia, los que
siempre buscaban la manera de levantarnos en el amanecer e
invitarnos a descansar al ponerse el sol.
Esta es la imagen que Jesús nos da con su parábola de la
semilla de mostaza. Son las aves que viven allí que hacen
del árbol una realidad tan preciosa. En nuestros
ministerios y misión en el mundo, sin duda es la amistad
entre nosotros y la dedicación de fe compartida lo que
hace de la Iglesia algo de valor. Sin esta intimidad entre
amigos no habrá fruto en nuestros trabajos.
¿Cómo desarrollamos nuestra misión en el mundo? Loa que
seguían Jesús se acordaron de la hora del día cundo Jesús
los invitaba a llegar a su casa. ¿Nos acordamos de los que
comparten nuestra misión y de lo que hemos compartido con
ellos? Si no, ¿qué valor tiene nuestra misión?
Donaldo Headley
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