Todos los cristianos deben hacerse la misma pregunta que
Jesús les hizo a los discípulos. “¿Quién dice la
gente que soy yo?” ¿Quién es Jesús de Nazaret?
Aseveramos que Jesús es el Mesías, el Cristo, el ungido de
Dios. Decimos que él está presente en la comunidad, que se
escucha en la proclamación de la Buena Nueva, que se
conoce en la fracción del pan eucarístico. Según nosotros,
lo vemos, escuchamos y estamos alimentados por él. Sabemos
con la mente que es el Hijo de Dios, el Verbo hecho carne
que sigue viviendo con nosotros hoy en día. Todos los
cristianos saben que él nos
salva a nosotros porque es Dios
y que nos salva
a nosotros porque es también
hombre.
Esto puede ser sólo un reconocimiento intelectual a la
verdad predicada. Aceptamos lo que hemos aprendido del
catecismo. Nuestro problema, sin embargo, no se estriba en
nuestro entendimiento cerebral sino en la falta de
sabiduría que no permite que esta verdad sea la realidad
práctica de la vida. Las preguntas que debemos hacernos
son las siguientes:
“Dónde esperamos encontrar a Jesús, el Cristo,
hoy?” “Cómo hablamos y actuamos en su
presencia?”
Las preguntas no son teóricas sino prácticas.
Los seguidores de Jesús fueron muy afortunados. No
dependieron del catecismo ni de la prédica, sino
aprendieron de Jesús caminando a su lado y escuchando sus
parábolas. El se sentaba con ellos y estaba en sus
fiestas. Tocaba las puertas de los vecinos y los
acompañaba. Los discípulos primero vieron su humanidad y
sólo después su divinidad.
No hemos tenido la misma suerte de los primeros
discípulos. Ellos aprendieron que él era Dios por verlo
amar como Dios ama, sin discriminación de sexo, raza o
poder económico. El amaba a todos de manera creadora,
liberando a los que él llegaba a conocer para que actuaran
responsiblemente en su ambiente. El entendimiento les
llegaba, no por la intervención de otro, sino por medio de
la práctica que él compartía con ellos. Ellos crecieron en
su comprensión de su persona y naturaleza.
La segunda lectura, tomada de la carta de San Pablo a los
Galatas, nos da el tema de toda la Buena Nueva. Escuchamos
que todos sin excepción y por igual, compartimos la vida
del Resucitado (3, 26-28). Esta
noticia es el corazón del Evangelio; no hay otra buena
nueva. Debemos aprender esta igualdad de Jesús. ¿Cómo
debemos comportarnos si somos cristianos? ¿Podemos
transformar nuestras culturas tradicionales en un futuro
que da vida y purificar nuestras historias personales
hasta hacerlas la historia de la comunidad de hoy?
La primera lectura del profeta Zacarías nos dice del dolor
sufrido por los que intentan vivir estas normas del Reino
de Dios en la sociedad. ¿Podemos aceptar el sufrimiento
que trae nuestra adherencia a la enseñanza del Cristo y el
acompañamiento a los que el mundo ve como marginados?
¿Somos capaces de vivir sin el sexismo, el racismo y el
amor al privilegio económico?
Mucho de nuestra efectividad como cristianos depende de lo
que el pueblo ve en nosotros. Jesús hizo una buena
pregunta cuando preguntaba lo que el pueblo pensaba de él.
Debemos preguntarnos de lo que piensa el pueblo de
nosotros.
En nuestro bautismo, nos sellaron con crisma como
profetas, dirigentes y sacerdotes. ¿Cómo vivimos los
valores de estos títulos? ¿Cómo escogemos entre la
conveniencia y la verdad? ¿Cómo decidimos entre la vida o
la muerte? ¿Cómo analizamos las situaciones que dan o
quitan responsabilidades?
En la primera comunión decimos que somos los que
fraccionan el pan para que nadie tenga hambre. ¿Cuál es
nuestra actitud hacia los que no tienen ni casa ni mesa?
¿Cómo damos vida a los marginados y solitarios? Queremos
apoyo familiar, pero ¿qué de los que no tienen familia,
los sin casa y los abandonados?
Nuestra confirmación fue un momento de madurez. Nos
declaramos parte del ministerio y misión de la Iglesia
Católica. ¿Cómo respondemos al abrazo episcopal hoy cuando
debemos amar a los extranjeros como Cristo nos ha amado?
¿Cómo servimos el mundo con la madurez de nuestra fe en el
futuro? ¿Le damos esperanza?
Donaldo Headley
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