"Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?"
La profesión de fe de San Pedro---“Eres el Cristo de Dios”---se ha examinado a menudo desde el punto de vista de su propia vocación: su llamada, su primacía entre los apóstoles, su fracaso más tarde, y su encuentro cariñoso con el Señor resucitado.
También se ha dado atención considerable a las narraciones que siguen este evento: la primera profecía de la Pasión de Jesús y el precio de nuestro propio discipulado cristiano.
Lo que menos se estudia es la realidad que la pregunta de Jesús supone. Sus palabras revelan algo sorprendente sobre Dios. También revelan algo maravilloso de nosotros.
“Pero, ustedes. ¿Quiénes dicen que soy yo?” Esto es de interés especial para Jesús, mucho más que la opinión de la muchedumbre. Le interesa de forma preeminente por el juicio y la afirmación de cada persona en particular que queda delante de Él. Así, si vemos a San Pedro como representante de cada uno de nosotros los creedores, llega a ser claro que Cristo quiere que nosotros hagamos nuestra profesión única. Nadie más puede dar nuestro acto de consentimiento. Cada uno de nosotros tenemos nuestro propio corazón para entregar libremente. Parece ser lo que Dios más valora profundamente de nosotros.
Cuando Cristo nos pregunta a cada uno de nosotros, “¿Quién dices que soy yo?” saca a luz el carácter extraordinario de nuestro ser. Nosotros los seres humanos somos capaces de conocer nuestra relación con el mundo, de poseerla, y luego de conferirla a otros.
Tenemos una capacidad asombrosa de adueñarnos de nuestras vidas y de entregarlas. En este respecto, no hay nadie que nos iguale. Sólo nosotros podemos profesar la palabra fundamental. Sólo nosotros podemos hablar por nosotros mismos. Así, al responder a su pregunta, descubrimos por qué cada uno de nosotros somos irremplazables e incomparables. Al mismo tiempo, descubrimos nuestra unidad como personas: todos nosotros los seres humanos somos iguales en el entregue espiritual de la libertad. El regalo de sí mismo de un pobre sacerdote viejo y acabado vale tanto como la afirmación de un líder de cualquier nación.
“¿Quién dicen ustedes que soy yo?” Al responder a esta pregunta, no tiene importancia que seamos judíos, griegos, negros o blancos, esclavos o libres, viejos o jóvenes, varones o hembras. Lo que tiene importancia es nuestra libertad, ese don que da imagen de nuestra piedad más profundamente.
Pensamos que nuestra tarea principal de la vida es cambiar el mundo de alguna manera, de haber hecho algo que nadie más podría haber hecho, de ser irreemplazables. Pero la única diferencia que hacemos de verdad en este mundo, la única cosa que podemos hacer que nadie más pueda hacer, es adueñarnos de nuestras vidas y de entregarlas.
Esto lo hacemos con nuestros compromisos, con nuestras promesas. “Me entrego a ti por la fe.” “Creo en ti.” “Me encomiendo a ti con esperanza.” “Te digo que sí con amor.” “Esto es quien digo que eres.”
Cada uno de estos compromisos libres es curiosamente un acto de vaciarse, entregarse, hacerse un otorgamiento. Pero en ellos descubrimos también quién somos y lo que somos. Logramos ser solamente cuando ya no nos aferremos a la vida.
“El que procure conservar su vida, la perderá; y el que la pierda, la conservará.”
John Kavanaugh, S. J.
Traducción de Kathleen Bueno, Ph.D.
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