Hoy en día vivimos una realidad humana donde la confianza y el cuidado mutuo no siempre se prestan. En nuestros hogares, vecindades, ciudades y naciones, la falta de compasión a veces es más visible que el mismo cuidado o cariño que deberíamos sentir y ejercer el uno para el otro. Y para complicar las cosas, esta falta de cariño también lleva en si la fuerza de endurecer nuestros corazones con resentimiento y cinismo.
Las lecturas de hoy, de manera contraria, nos recuerdan que si bien hay momentos de gran sufrimiento en nuestras vidas, también contamos con la presencia y cuidado divino. Es Dios el que nos brinda toda la paz y todo el cuidado que podamos necesitar, especialmente ante un mundo desinteresado.
Con palabras tiernas, el profeta Isaías nos dice claramente que en Dios vamos a encontrar el cariño y cuidado amoroso: “como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo, y en Jerusalén seréis consolados” (Isaías 66: 10-14). Esta promesa del cuidado y la consolación es verdaderamente don de Dios, para todos/as y para todos los tiempos.
El reto para nosotros es precisamente el hacer de esta promesa una realidad concreta en nuestras vidas—en nuestras relaciones humanas. Ante todo, hay que estar dispuestos a ir al Dios de la vida con actitud de “niños;” es decir, dispuestos a poner toda nuestra confianza en los brazos de Dios. Confiando primeramente en Dios y abandonando nuestra soberbia.
Tal y como nos lo indica San Pablo, tenemos que estar dispuestos a morir al mundo—crucificar todo aquello que nos separa del verdadero amor en Jesucristo (Gálatas 6: 14-18). Solo dejando atrás nuestra falsa ilusión por el poder humano y tomando la cruz de Cristo podremos lograr la gracia de Dios. Como lo indica San Pablo, es la cruz de nuestro Señor Jesucristo donde encontramos la verdadera gloria y donde pasamos a ser una creatura nueva.
Como miembros de la Iglesia y juntos como comunidad de fe, somos llamados/as a vivir este cuidado de Dios que llaga a nosotros en Cristo. La creatura nueva que somos en Cristo es ahora la que nos transforma en misioneros.
Misioneros capaces de ir a todos los confines de nuestras vidas y mundo, llevando la Buena Nueva que hemos recibido. Como bien lo marca el evangelista Lucas: “¡Poneos en camino! Mirad que os mando como corderos en medio de lobos. No llevéis talega, ni alforja, ni sandalias; y no os detengáis a saludar a nadie por el camino” (Lucas 10: 1-12; 17-20).
Entonces vallamos gozosos por el mundo compartiendo libremente este gran don de Dios. El poder ya se nos ha dado en Cristo, y como lo dice el evangelio: no hay serpientes, escorpiones o espíritus malignos que puedan impedir la gracia de Dios.