Cuando estuve en la India hace varios años, llegué cargado con un montón de libros que pensaba leer durante mi estancia allí. Al acarrear esas cosas, por poco se me rompió la espalda. Y aun así, por lo menos al principio, ¡cómo amaba los libros! Subrayaba y resaltaba con cuidado los pasajes que me servirían algún día.
Conforme se reducía el número de libros maravillosos que llevaba en la bolsa, se me mejoró la espalda también. Y tuve más tiempo para vivir.
No debo haber aprendido muy bien la lección. Recuerdo que me reí de mí mismo más recientemente, mientras hacía las maletas para pasar un año en África. Elegí meticulosamente lo que iba a llevar: zapatos adecuados, mucha ropa interior, aspirinas y antibióticos, una radio de onda corta para poder escuchar la BBC, más libros (pero menos de los que llevé conmigo a la India), y un mosquitero.
Un escenario bastante diferente del que San Marcos expuso. Jesús envió a los discípulos en grupos de dos con nada más que un bastón—no tenían ni comida, ni bolsa, ni una sola moneda en el monedero. Podrían llevar sandalias, pero no debían llevar más que la túnica que llevaban puesta.
Me doy cuenta, claro, que vivimos en una época diferente. Y sé que está bien llevar cosas para ayudarnos a sanar, bendecir, consagrar, y predicar durante el viaje. Pero es una acomodación inquieta. En la mayoría de los casos, esa carga de arrastre nos molesta más que nos ayuda.
Nosotros los cristianos—obispos, sacerdotes, y fieles—de maneras variadas estamos llamados a ser discípulos, a menudo como sanadores o maestros, a veces como profetas reacios como Amós. Pero me pregunto si llevamos demasiado equipaje.
No se trata simplemente de las cosas que metemos en el equipaje o arrastramos con la gente que nos rodea. Puede que sean todos los signos excesivos de nuestro poder, privilegio, y dinero. Pueden que sean nuestras bruscas ideologías y teorías predilectas. Como decía una anciana que vivía en la zona norte de la ciudad de Saint Louis: “Prefiero ver un sermón vivido antes que hablado.”
Un cristiano, sea Papa o campesino, es más eficaz como discípulo cuando su motivo es menos indeciso. Es fácil aprovecharse de sacar los beneficios por encima. Es tan tentador servir las buenas noticias de nuestros propios egos e importancia en vez de sujetarnos a las verdades desgarradoras que predicamos.
Si declaramos que “es en Cristo y por su sangre en quien tenemos la remisión de los pecados,” entonces tal vez podamos vivir la vida de una manera un poco más simple, de una manera un poco menos ambigua. Podría ser más obvio a los demás y a nosotros mismos que estamos hechos verdaderamente para Cristo, no para los ornamentos que llevamos.
Con demasiado equipaje, servimos al equipaje, barremos hacia dentro. ¿Será por eso que nuestros esfuerzos apostólicos en el mundo hoy en día parecen inefectivos? ¿Será que somos más hábiles para acumular nuestros beneficios que para pastorear la fe?