Es probable que Lucas fue inspirado por un texto como la
selección evangélica de hoy para escribir sus normas para
la misión de la Iglesia. Él sugiere en un pasaje de los
Hechos (2,4247) que debemos oír lo que dicen los
apóstoles sobre la resurrección, responder a ello
compartiendo y celebrando la vida en comunidad, y
comprender las coyunturas de la fe por medio de la oración
reflectiva.
La oración no es un "dame esto" o
"dame lo otro" ni una lucha en contra
de poderes extraños, sino el esfuerzo constante y
consciente para permanecer con el Dios que nos acompaña.
La oración no se encuentra siempre al nivel del habla o de
la razón. Frecuentemente se esconde, un murmullo
silencioso que reta la vida.
Jesús lleva a los discípulos a un lugar despoblado, lejos
de su misión y la gente. Esta separación temporal era
clave para su ministerio; a nosotros también ello nos debe
importar. Queriendo llevar a cabo cambios positivos en el
mundo, debemos aprovechar momentos de reflexión. Si no,
las actividades que nos rodean nos dejarán confusos y sin
poder.
Marcos parece ser un enamorado de las historias de la
creación. El día séptimo, día de descanso y reflexión, es
tan bello y posee tanta importancia como los demás días.
Los discípulos tocan las puertas y sanan a los enfermos
porque Dios los acompaña y crea el mundo de nuevo. Formar
parte de este sorprendente acontecimiento requiere ser
libres y no esclavos apáticos. Hay que reflexionar en lo
que pasa, lo que hacemos nosotros y lo que otros también
nos hacen.
Durante la época de la misión ChicagoPanamá, la costumbre
nuestra era trabajar fuertemente por las tardes y
reunirnos en las horas de la mañana para la reflexión
bíblica. Sin embargo, cada lunes, salimos a la montaña o
la playa para relajarnos y conversar sobre los sueños
demorados. Esto fue esencial para nuestra comprensión del
Evangelio y puso freno a la acción inconsecuente. Nos hizo
más humanos y nos trajo la madurez espiritual. Sin
embargo, hoy como familias, grupos ministeriales o equipos
pastorales no nos reunimos y parece que nos hemos olvidado
de la importancia de la reflexión calmada que hace que el
Evangelio dé su fruto liberador y creador.
El Evangelio nos anima a movernos y actuar en el mundo,
pero nos reta también a saber por qué nos movemos. A
veces, somos un modelo clásico sólo de la acción
frustrada. Sin la reflexión terminamos, no convirtiendo el
mundo en el Reino de Dios, sino tristemente cambiados
nosotros por el ambiente en una presencia desesperada.
Jesús lleva a los discípulos a un lugar despoblado y la
gente los sigue. Una vez más, la muchedumbre se reúne y
espera su mensaje; esto también nos enseña algo. Rodeados
por la multitud y presentes a las penas y alegrías de
tantas personas, de todos modos somos capaces de preservar
la reflexión. Es posible estar con otros y rezar, vivir
conscientes de un Dios que mora con nosotros y del Dios
que otros nos traen. La reflexión no significa vivir
aislados, sino ver a Dios en dondequiera que se revela, en
los ecos silenciosos del corazón al desarrollarse el día,
en el cuento que nos echa el prójimo y en el toque de una
mano que muestra la presencia de un amigo.
Al definir bien nuestras prioridades, cualquier persona o
lugar nos sirve para que Dios resuene entre nosotros. Uno
no busca a Dios; uno se tropieza con su presencia en todo
momento y entre todas las voces y problemas del día. No
hace falta el claustro de un convento para rezar, sino el
reconocimiento de nuestros dones, el compañerismo y las
estrategias que llevan nuestras acciones al mundo
necesitado. Para la oración no hace falta una capilla
vacía y solitaria, sino el aposento, lleno de historia y
apretado de gentes, que es nuestro corazón.
Donaldo Headley
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