Siempre me ha molestado un poco la historia de María y Marta. Son dos hermanas. Una de ellas, Marta, aprovecha la oportunidad de dar la bienvenida a su casa a Jesús. La otra, María, tan pronto como Jesús entra, se sienta a sus pies y está absorta en todo lo que dice.
Así que ¿qué puede hacer Marta? ¿Sentarse y dejar que la comida se estropee? Si ella también descansa al pie de Jesús, ¿quién va a servir la comida? ¿Cómo van a comer? ¿Qué comerán? Todo quedará sin hacer.
Entonces Jesús se encara con ella, diciéndola que se preocupa y se molesta por muchas cosas y que justamente María ha elegido bien al apoltronarse a su lado sin hacer nada.
Me hubiera gustado ser un ratoncito escondido en la casa para oír lo que Marta les habrá respondido. “Muy bien. Les toca a ustedes dos preparar la cena, poner la mesa y limpiar después. Me canso de trabajar sin ningún agradecimiento.” Tal vez les recordaría, para empezar, quién le ha invitado a Jesús. Por lo menos esto es lo que yo habría dicho, o quizás diría entre dientes mientras avivaría el fuego de la hoguera.
Desde luego, mi réplica perfecta explica por qué Jesús me regaña por estar tan resentido como Marta. Ve el resentimiento que surge cuando creo que los demás no están haciendo su parte—especialmente cuando hago la mía tan obedientemente. Mi urgente solicitud revela algo bastante diferente de la generosidad. Lo mismo pasa cuando recuerdo que he sido yo, después de todo, quien ha organizado la fiesta. ¡Pobre de mí! Me lamento con perfecta lógica: si así lo quiere, que se las arregle Él. “Hágalo todo usted, si le parece tan fácil.”
Por fin, entro en el hueco pequeñito y apretadito de mi ego.
Ah, pero hay otras veces, esos días agradables de labor cuando no miro por el rabillo del ojo para ver lo bien que trabajo y lo poco que hacen los demás. Como Sara, la esposa de Abrahán , con el pan caliente, las mejores carnes, y la leche fresca, puedo seguir con mis tareas sabiendo que son también la presencia de Dios. Mi trabajo ya no es algo que se exige, un esfuerzo que doy de mala gana. Al contrario, sale libremente como muestra de lo bien que es estar vivo, de estar aquí, de ser ahora.
La Marta que llevo dentro, no se inquieta durante esos días agradables. Tampoco siento la necesidad de quejarme con Dios de que los demás no siguen mi camino. Lo mejor de todo es que no me quejo de que tengo que hacerlo yo solo o sola.
Esos día son pocos. Pero cuando llegan, me doy cuenta de que me molesta la historia de María y Marta no por la falta de valor por el trabajo sino por la manera en que trabajamos. Marta, como yo, no debemos dejar de trabajar. Sólo debemos dejar de estar inquietos.
Esa santa Marta reside en todos nosotros. Asimismo lo hace María, quien es santa también. De hecho, hay mucho de María en Marta y mucho de Marta en María. El desafío es dejarles que se lleven bien. Y cuando nos sentamos al pie de Dios, que Marta no deje de encontrar alegría en el momento. Y cuando nos dedicamos a preparar las comidas en esta vida, que trabajemos no con resentimientos ni comparaciones, sino con la alegría de haber aprovechado un momento oportuno.