“Él que pide siempre recibe.”
Abrahán tuvo mucho más éxito con sus oraciones que tenemos la mayoría de nosotros durante toda la vida. Consideremos la historia de Sodoma y Gomorra. Dios, después de oír el clamor en contra de estos dos pueblos cuyos pecados eran grandes y graves, estaba dispuesto a destruir a los dos.
Solicitando la tendencia normal de Dios, Abrahán empieza a negociar un pacto: “¿Matarás a los inocentes con los culpables? Suponte que hay cincuenta personas inocentes en la ciudad; ¿aniquilarás a todas?” Después, el argumento contundente: “¡Lejos de ti el hacer tal cosa!”
¡Funcionó! Y no sólo una vez sino cinco veces. Al contestarle a Abrahán, Dios dijo que no destruiría a los pueblos si sólo se encontraban allí unas diez personas inocentes, nada más.
Pero como ya sabemos de esta triste historia, no se encontraron ni siquiera diez personas inocentes. Y aunque salvó a Lot y a su familia, destruyó a Sodoma y a Gomorra.
Me contaron esta historia cuando era pequeño; primero me la contó maravillosamente mi tía, una monja de las hermanas de San José, y más tarde en una clase de historia de la Biblia. Recuerdo pensar: “¡Ánimate, Abrahán! Pregunta lo que haría si sólo existían cinco inocentes.” Desde entonces, he tenido la tendencia de ser negociador, tal vez hasta abogado canónico, y desde luego peticionario.
Le pido a Dios todo lo que quiero pero no llego a tener el éxito de Abrahán para nada. Pido buena salud, milagros, visión de rayos X para encontrar cosas perdidas, y, sin cesar, ser una persona mejor.
Y ¿por qué no? Jesús nos dijo que rezáramos para el pan de cada día. Incluye mucho. Cuántas veces, tarde por la noche, he golpeado fuertemente las puertas del cielo, recordando sus palabras en el Evangelio de San Lucas: “Pidan, y se les dará; busquen, y encontrarán; llamen, y se les abrirá la puerta.”
He pedido y buscado y llamado tanto que cualquier persona diría que debería de haber aprendido que no funciona así.
O me equivoco yo o lo hace Dios: Usted elige. Al pasar los años, a mí me parece que me equivoco yo---o por lo menos me equivoco en lo que pido y en el motivo de pedirlo.
Detrás de muchas de mis oraciones está un miedo persistiente de perder las cosas que más amo en esta vida, tan efímeras y agridulces. Aunque mucho de lo que pido son cosas buenas por lo general, me parece que mi deseo de asegurarlas padece de una paradoja dudosa. En todas mis peticiones, especialmente para lo que más amo, pido realmente que nunca mueran, que nunca se pierdan irreparablemente. Pero claro está, si nunca se muriera nadie ni nada que amamos en este mundo, terminaríamos todos como sacos de huesos decrépitos en una tierra agotada. De hecho, tendríamos que estar hechos de un plástico que no sea biodegradable; pero, ¿entonces, cómo podríamos amar, y muchísimo menos crecer? No puede ser la solución.
Tal vez la solución sea ésta. Jesús nos enseña a rezar a nuestro Dios como Padre celestial. Y su promesa es que, más allá de esta tierra, ninguno de los bienes que amamos se nos quitarán, nunca.
“¿Quién de ustedes que sea padre, si su hijo le pide un pescado, le dará en cambio una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? Pues si ustedes, aun siendo malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre celestial dará el Espíritu Santo a quienes se lo pidan!”
John Kavanaugh, S. J.
Traducción de Kathleen Bueno, Ph.D.
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