El evangelio de hoy comienza con las malas noticias del
asesinato de Juan Bautista. Mateo dice que Jesús, al
saberlo, salió
"de allí en barca a un lugar apartado para estar
solo". A pesar de los deseos de él de estar a solas, las
gentes lo siguen a pie. Ellas habían contado con Juan y su
mensaje; ahora sólo tienen a Jesús.
Jesús salió del pueblo para meditar lo que Juan era para
él y para su pueblo atribulado. Sin embargo, Jesús
encontró en el dolor popular la respuesta a su propia
preocupación. ¿Qué necesita Israel? ¿Quién actuará a
favor de este pueblo?
Mateo narra dos historias de la distribución de los panes.
Una trata de Israel y la otra de todo pueblo extranjero.
Las dos narraciones explican lo que Dios quiere dar a
quien sufre de hambre. En la presentación que escuchamos
hoy, la acción de Jesús realiza lo que Isaías promete:"comerán cosas ricas. En él la Palabra de Dios se encarna; no faltará
alimento ni a los israelitas de Yahvé, ni a los pueblos de
otras tradiciones. La eucaristía de nosotros es también
el signo de la abundancia de Dios en la cultura de todos;
el hambre ya no es opción. Todos comeremos en el reino de
Dios.
Ya esta historia no nos sorprende con sus atrevimientos de
fe. Por haberla leído muchas veces, sabemos de antemano
que Jesús multiplicará los panes y peces a pesar de las
quejas de los discípulos y hasta por medio de ellos. Pero
Mateo nos dice algo más. ¿Qué se piensa revelar por medio
de este milagro de la comida compartida?
El reino de Dios ya apareció entre nosotros en las
parábolas de las semanas pasadas. El reino es levadura
que penetra todo, semilla que echa raíces, la gran cosecha
de trigo, ahorros gastados en una sola perla, un tesoro
escondido. El reino es una nueva oportunidad ante Dios y
el prójimo.
El reino de Dios es una crisis personal y comunal
proclamada y vivida cada día. Si nuestra vida fuera
perfecta, no habría necesidad de responder a las parábolas
de Jesús. ¿Por qué cambiar si todo ya está bien entre
nosotros?
Para ver si debemos responder a las parábolas, hay que
sentir y analizar la presente época histórica y sus
hambres múltiples que dejan a tantas personas sin
alimento, no sólo en su cuerpo, sino en el alma y
espíritu. La muerte diaria de catorce mil niños
hambrientos representa una estadística horro-rosa para un
mundo lleno de cosechas y comidas. Las noticias
televisadas diarias nos dicen de la desaparición de
culturas completas al ser destruidos los bosques, ríos y
animales que las han sostenido desde siempre. La calidad
de nuestra fe se corroe poco a poco, siendo cambiada por
una burbuja emocional que, a lo largo de nuestra historia
personal y familiar, no nos logra satisfacer.
Estas hambres y sus vacíos consecuentes son reales. Si no
reconocemos esta parte de la verdad, la abundancia que
llega con el Reino de Dios tampoco nos llenará. ¿Podemos
comer sin entender que tenemos hambre? ¿Qué vamos a
aprender si no sabemos qué preguntar? ¿Puede uno amar sin
apreciar la necesidad de tocar la vida y corazón del
otro? La historia de la distribución de los panes llega
hoy a nuestra conciencia después de las parábolas del
Reino, las promesas hechas por Isaías y la seguridad del
amor de Dios que San Pablo nos explica. Así es el Reino de
Dios presente. Dios actúa en la historia para que todos
se llenen y se alimenten. La comida no es sola-mente para
los que quieren comer, sino también para los que tienen
pereza para llegar a la mesa.
La historia nos habla del pan que sobra en doce canastos.
La única condición puesta por Dios para que comamos es
tener hambre. Nos acercamos y comemos. Así será el reino
de Dios.
Esta historia habla de una abundancia dramática. La
invitación de comer no deja a nadie fue-ra de la vida
creadora y libertadora del Espíritu. Se acaban el dolor y
la desolación.
Las acciones de Jesús recalcan unas experiencias
pro-fundas del pasado de Israel: de Elías en Sarepta
durante la sequía, de los soldados hambrientos de David
ante el pan de proposición y de Israel aprovechando del
maná en su paso por el desierto.
Unas preguntas para nosotros: ¿Celebro la eucaristía del
fin de semana o sólo ocupo la banca por una hora? ¿Es la
liturgia el sacramento de mi vida con los demás? ¿Mi vida
ali-menta a los que viven conmigo, a los familiares y
amigos? ¿Acepto que la eucaristía me invita a compartir
lo que puedo con los que necesitan el pan material, mi
tiempo y mi apoyo? ¿Revelo la presencia de Dios al prójimo
por medio de mi apego a la justicia, el amor y la
compasión?
Donaldo Headley
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