De niño, yo pensaba que el Adviento era una costumbre falsa. Me parecía una época del año forzosa, un invento para que nos animáramos por la llegada de la navidad. Parecía artificial.
Después de todo, Cristo nació hace mucho tiempo. ¿De qué servía fingir que no había nacido aún? Era como fingir cumplir con las formalidades de una esperanza inventada cuando ya sabíamos de antemano lo que iba a pasar.
Ahora estoy comenzando a entender el Adviento de forma diferente. El ciclo litúrgico que vivimos como fieles cada año no es de ninguna manera un ejercicio de la imaginación. Es un viaje continuo hacia una realidad más profunda. Es un reconocimiento que la entrada de Dios en nuestras vidas queda psicológicamente sin completar a pesar de que en realidad ya sucedió.
Mientras vivamos, queda más de nuestras vidas por abrir, por liberar y por descubrir. Siempre existen más rincones de nuestro ser donde podemos dejar que entre Dios. La Palabra de Dios puede encarnarse más en nosotros de un sinfín de maneras.
A pesar de que nos dan vergüenza las heridas que tenemos y las cicatrices que llevamos escondidas muy dentro de nuestro ser, confesamos de mala gana nuestra vulnerabilidad. Preferiríamos que no nos recordaran, una vez más, de nuestra necesidad de redención. Nos seduce más el escape. Nos atrae mucho más pasar la vida como sonámbulos sin enfrentarnos con el dolor.
Las palabras de Jesús en el Evangelio de San Marcos se pueden interpretar no solamente como un aviso del fin del mundo sino como un reto de vivir el momento presente, de participar en la vida ahorita, de estar alerta a lo que pasa hoy día. Es lo que nos llama a hacer el Adviento. Despiértese. No tarde en ofrecer su vida a Dios.
En cuanto a nuestros pecados, negar y posponer son acciones comunes porque son heridas que de alguna manera les causamos a los demás y a nosotros mismos. Muchas veces reprimimos la verdad. Confesarse y reformarse son acciones poco frecuentes. Proyectamos nuestros pensamientos y emociones a los demás, acusamos, nos quejamos, eludimos, nos distraemos. Nos cuesta mucho confesar.
En nuestra propia situación, nos hemos dedicado al escape y al sueño. En vez de vivir la vida plenamente, despiertos y alerta, fingimos que estamos sin pecados. Yo estoy bien así como estoy, no nos hace falta cambiar. Los demás necesitan ayuda. Los colegas, los amigos, la familia y la comunidad, tienen la culpa. La fuente de los problemas son los “imperios maléficos,” los “guerreros” y “un sinfín de enemigos.” Entre los demonios predilectos están los obispos o feministas, los conservadores o izquierdistas, los teólogos de liberación o los déspotas curiales.
Nosotros, el clero, no tenemos fama de estar dispuestos a confesar nuestros pecados ni a acoger a los penitentes. Como mínimo, un grupo en la Iglesia ataca a otro grupo. Pero bien raro es oimos a teólogos reconocer las faltas de los teólogos—a no ser que se trate de las faltas de alguien del otro bando. Qué pocas veces oímos a la jerarquía confesar su culpa. Qué raro que los de la derecha nos adviertan de los pecados de los conservadores. Pocos son los liberales que reconocen los posibles disturbios del liberalismo.
Cada Eucaristía como cada Adviento, se inicia llamando a todos a arrepentirse y a pedir misericordia. Pero ¿es verdaderamente una experiencia auténtica para nosotros? ¿Estamos en realidad despiertos y abiertos a nuestra insuficiencia y a la llegada de Dios a nuestras vidas? ¿Estamos dispuestos a hacer nuestras las palabras de Isaías? “Señor, ¿por qué permites que nos extraviemos de tus caminos y endurezcamos nuestro corazón para no temerte? Somos pecadores, impuros, nuestras buenas obras son como paños manchados. Hemos sido entregaodos al poder de nuestra culpa.”
¡Vaya jerarquía, vaya sacerdocio, vaya pueblo de Dios seríamos si dejáramos que estos sentimientos fueran nuestros! Pero rehuimos de las consecuencias. Exigirían cambios. Transformarían la manera en que miramos al mundo. Desenmascarían demasiados disimulos y posturas que hemos adoptado.
El tema del Adviento no es “disimulemos.” Es “abramos los ojos.” Aquí mismo. Ahorita. Abramos los ojos a la necesidad de Dios en nuestras vidas. Abramos los ojos a la llegada de Dios. Abramos los ojos a lo que nos ilumina la Palabra de Dios—no simplemente como un texto o una historia, sino como revelación de la verdad. No solamente nos revela Dios. Usted y yo, aquí y ahora, nos revelamos.
De este modo, el Adviento es una oportunidad. Juntos, tal vez experimentemos de nuevo cómo la Palabra de Dios se encarna en nosotros. Y al dejar que nos entre tan profundamente, quizás nos encontremos dando nueva vida a la Palabra en nuestro mundo.