El mito es el don precioso que todos cargamos en el centro de nuestro ser individual y comunal. Por el lente del mito, vemos a nosotros mismos y a nuestras relaciones hasta el meollo de lo que podemos llegar a ser en la presencia de los demás.
El fin físico del mundo es un mito, lo que quiere decir que es una verdad ahora, siempre y en todos. Hemos sido invitados a terminar un mundo e inventar otro; pero, es un acontecimiento que tiene efecto, no en una estrella que se vuelve supernova o en una luna que se raja, sino en nuestras relaciones. No podemos acabar con la vida porque tampoco la hemos creado. Las nuevas formas que puede tener la vida en el futuro no serán problema científico para nadie porque quizás no existirá ninguna persona de ciencia para analizarlas.
La parábola de vigilancia encontrada en el evangelio según Marcos tiene que ver con el fin absoluto e incondicional de todo. Lo que precede esta parábola de Jesús en el capítulo décimo tercio de Marcos nos habla del acabóse de las estructuras y las relaciones. Ella nos invita, no sólo a vigilar lo que pasará al fin de nuestro mundo, sino a participar en el juicio y, a pesar de nuestra desesperación, encontrar una nueva vida. Como todo mito, éste, que concierne el fin de todo lo que conocemos, nos habla de algo en que somos también partícipes. Nos exige acciones claras y definidas que abren un futuro diferente, acompañando al Dios que se hace presente con su justicia y amor.
Por estas mujeres, Marcos profundiza el sentido del diálogo frente al desastre y vacío de la muerte. El abre posibilidades nuevas a los otros evangelistas: a Mateo lo reta al inclusivismo y a Lucas lo desafía para que provoque la decisión y la reconciliación entre los de su comunidad. Marcos enseña que el fin de toda ilusión nos permite crear una asamblea que se regocija en nuevas estructuras e historias, consciente de la esperanza que trae el fin de lo que existía y el comienzo de lo nuevo, culturas nuevas y un ser humano nuevo.
En esta época de guerras locales y la desesperanza de los pueblos, al desmayarse los niños hambrientos en las fronteras de las naciones o al pulir odios antiguos los grupos étnicos enemigos, esperamos ver las señas de un comienzo nuevo y diferente. Vigilamos con cuidado para que seamos los primeros para abrir las puertas al comienzo de la nueva creación de Dios.
Esto es lo que el Adviento significa en el contexto de nuestra historia humana. La gente que piensa que ya se acerca el hecatombe se equivoca. Dios no termina su mundo sino para comenzar uno nuevo. En el cuarto siglo de nuestra era, un emperador se proclamó el Cristo regresado a la tierra y declaró el imperio romano como Reino de Dios. Sin embargo, muchos cristianos le dieron la contra; ellos esperaban a otro, todavía lejos por causa de la violencia presente en la sociedad, su corrupción y muerte. Ellos vieron otros signos en el mundo y preparaban el nuevo camino de Dios a pesar del dolor agudo y la apatía soporífica que llenaban las vidas de muchos. Sin miedo a los ejércitos del César, ellos esperaban el juicio de Dios que los liberaría.
¿Qué de nosotros? ¿En dónde nos paramos en nuestro mundo tan complejo? Lo vemos quebrándose en el potro de torturas que es la alienación y la violencia. Vivimos doblados por el terror y egoísmo que mantienen el poder en las manos de unos cuantos. Son doce las familias que controlan sus bienes y toman sus decisiones; los ricos lo pueden todo y los pobres no tienen ni la mínima posibilidad de encontrar lo que puede satisfacer sus necesidades más básicas. Echamos la culpa por lo que falta aquí a cosas o personas fuera de nosotros mismos, al valor del yen o a los inmigrantes. Nadie se acuerda de las promesas y amenazas de las últimas campañas políticas ni de lo que era preciso temer por mal o realizar por bien. Nos creemos vivos en un mundo de títeres, pero parece ser que ya estamos dos días en la tumba. Dios sí está preparado para la resurrección, pero nosotros nada. Para compartir la resurrección, la llegada del Reino de Dios o el poder del Espíritu, hace falta el deseo de despertarnos. Llamados a dar fin al mundo nuestro, debemos también construir uno nuevo.