Una vez, recibí una carta de un seminarista joven que me hablaba de su deseo de vivir el evangelio con todo el corazón. Me onfesó que el obstáculo principal era el consejo que le dieron unos mayores adviertiéndole que no debiera entusiasmarse demasiado.
Me recordó una vez cuando yo era un jesuita joven y leí por primera vez los Evangelios con seriedad. Tenían una pasión y una intensidad que le enardecían a uno. ¡Qué visión más poderosa! ¡Qué revolución más asombrosa proclamaban los Evangelios!
A mí también me avisó la gente prudente. “No te dejes llevar. No queremos que te saque de tus casillas.” Esa fue solamente la primera vez que recibí consejos que aunque me los ofrecieron con buenas intenciones, parecían reprimir algo que se desataba en mí cada vez que leía los Evangelios. Después de todo, uno no quería agotarse, y muchísimo menos causar problemas.
Pero esto es lo que hacen los Evangelios. Nos enardecen. Plantean dificultades. Los Evangelios son dolores de cabeza para la gente prudente y moderada. Representan verdaderamente una amenaza a las autoridades del mundo y de la iglesia más grande que fue Jeremías para los príncipes que deseaban condenarle a muerte por desmoralizar al ejército y al pueblo. Lo echaron a una cisterna donde quedó rutinario e inflexible. A Jesús también lo echamos y colgamos como cualquier adorno en la pared. Lo retratamos con una imagen piadosa, amable y bien parecida, y ni hablar de presentarlo como alborotador e instigador.
¿Pero fue así? “He venido a traer fuego a la tierra, y ¡cómo quisiera que ya estuviera ardiendo! … ¿Creen ustedes que vine a traer paz a la tierra? ¡Les digo que no; vine a traer división!”
Hoy, sin embargo, sabemos que esto no no es toda la verdad. Después de todo, le llamaron Príncipe de Paz, y prometió una paz que no es como la que el mundo da. En cuanto a causar divisiones, ¿cómo es que su oración sacerdotal pide que estemos unidos con Él y con nuestros prójimos? Además, los Evangelios dan de inmediato una letanía de amor. La cuestión es, me parece a mí, que el amor y la unidad que nos ofrece Cristo no concuerdan con la versión falsificada que fabricamos nosotros. Si la paz de Jesucristo se arraiga y prospera en nosotros, nos trae una libertad interior que nos hace peligrosos y divisivos, especialmente si no nos pueden comprar ni intimidar.
Su firme unidad repugna a cualquier persona o cultura que exigen adaptación moral. Su amor es odioso para cualquier persona que cree que la caridad empieza por uno mismo. Su paz no llega fácilmente. De hecho, el acto de seguir a Cristo, puede dividir hasta incluso familias si el precio de esa unidad es el engaño. Los hermanos, sean de la familia o de una comunidad de fe, se encuentran en desacuerdo u oposición.
El mandato de amarse el uno al otro aviva el conflicto—tanto con los demás como dentro de nuestro corazón—sobre el dinero, la tierra, la familia y la comunidad. El amor en sí mismo, mucho más fuerte y duradero que una chispa de pasión precipitada, es un fuego refinante de alianza y fidelidad.
La paz y la unidad vendrán, no al apagar el fuego de la fe ni al declarar una tregua falsa con el mal, sino al enfocarnos en Él que despertó el amor por primera vez. “Fijemos la mirada en Jesús, el iniciador y perfeccionador de nuestra fe … Le recuerden a Él. No se cansen ni pierdan el ánimo.”