Hace mucho—me parece como si fuera en otro mundo—participé en un debate en televisión sobre los gastos militares y las bombas nucleares. La mujer con la que me iba a enfrentar era una oradora tan formidable que el realizador del programa me llamó de antemano tres veces para estar seguro que yo sabía lo que me esperaba. Parecía estar sorprendido que aún estuviera dispuesto a tomar parte en el debate.
Me atacó. Su golpe más fuerte se basó en las sagradas escrituras. Dijo: -Jesús mismo, nos dijo “Si un rey está a punto de ir a la guerra contra otro rey. ¿Acaso no se sienta primero a calcular si con diez mil hombres puede enfrentarse al que viene contra él con veinte mil? Si no puede, enviará una delegación mientras el otro está todavía lejos, para pedir condiciones de paz.” Recordé la narración del Evangelio de San Lucas, pero antes de que pudiera pensar en el contexto, mi adversaria salió con el golpe de gracia. “Para usted, es fácil ser pacifista y entregar las armas. No tiene ni esposa ni hijos para proteger. Si los tuviera, daría gracias por la bomba.”
Qué paradoja más dulce fue todo ello. La analogía militar del evangelio de San Lucas trata en realidad de la vigilancia que necesitamos para ser discípulos, especialmente no aferrarnos a las cosas terrenas como propiedad nuestra. Por eso, Jesús termina la historia con, “De la misma manera, ninguno de ustedes puede ser mi discípulo si no renuncian a todas las posesiones.” No tiene nada que ver con la aprobación evangélica de los ejércitos. Tiene todo que ver con los peligros de agarrarse a las personas y las cosas como si fueran nuestras posesiones.
Jesús nos recomienda que vigilemos contra el sentido de propiedad en uno de los pasajes más severos del Nuevo Testamento cuando habla de la vida familiar. “Si alguno viene a mí y no sacrifica el amor a su padre y a su madre, a su esposa y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, y aún a su propia vida, no puede ser mi discípulo.” Mas bien, debemos tomar nuestra cruz y seguirle como discípulos.
Está claro que habla de renunciar a nuestros seres queridos como posesiones o como obstáculos a la cruz redentora. Nunca podemos poseer a otra persona. (Por eso, San Pablo, en su carta a Filemón, destruye la esclavitud al insistir que Onésimo no es esclavo, sino un hermano querido.) Además, no podemos nunca ser dios de otra persona. Ni tampoco puede servir como uno para nosotros. Sólo Cristo nos puede salvar.
No puedo hablar con experiencia directa de tener esposa e hijos, pero me imagino que existe una gran verdad paradójica en lo que Jesús dice. Si tratamos a los hijos como si fueran nuestras posesiones o nuestros dioses, no sólo será imposible seguirle a Cristo; será imposible quererlos. Los estrangularemos al aferrarnos a ellos somo si fueran nuestra propiedad o los aplastaremos con la carga imposible de salvarnos y de hacernos felices.
“Las deliberaciones de los mortales son tímidas e inseguros nuestros planes…Apenas conocemos las cosas terrenas y con trabajo encontramos lo que está a mano.”
Tal vez perdiera el debate. Pero encontré algo más.