Un sabio llegó a un banquete, sucio y harapiento. Se abría paso entre los invitados elegantemente vestidos. Pero el anfitrión se fijó en él y le regañó por su apariencia tan descuidada. Le mandó que se fuera y se vistiera adecuadamente.
Y esto el profeta lo hizo. Se bañó en un río y se vistió las mejores galas que pudo pedir prestadas. Al volver al banquete, le dieron una bienvenida muy calurosa y hasta lo honraron.
Pero entonces alguien lo observó sentado en un rincón jugueteando con la comida de su plato. ¡De nuevo el anfitrión se le acercó, e insistió en saber por qué el hombre metía toda su comida, cucharada por cucharada, en la manga de su ropa exquisita!
El sabio respondió, “Pues es obvio que quien fue invitado al banquete no fui yo sino mi ropa. Así que le doy lo que un invitado debe recibir.”
¿No podríamos decir que el anfitrión ignoraba lo realmente valioso para fijarse en lo mundano? Necesitamos preguntarnos cuál nos importa más: el ser humano o los lujos mundanos que lo rodean.
Otro ejemplo: Veamos el Evangelio para el domingo, en el cual un rico ha muerto. Antes había un miserable echado delante de su portal muriéndose de hambre, y él no le había hecho caso alguno. Sin embargo, ahora el pobre estaba en el cielo, acogido en el seno de Abrahán, mientras que el rico sufría los tormentos del infierno. ¿Dónde estaban su rica comida y su ropa elegante? El había sido como la gente autocomplaciente de Sión.
recostados sobre lechos de marfil…Comen carneros del rebaño y
las terneras del establo … Beben vino en copas y se untan con preciosos
perfumes.
Dios declara, “Se acabó la orgía de los disolutos.” y ahora en el Evangelio vemos exactamente lo que eso significa.
El rico grita:
Manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas.
El rico no pedía ayuda para la gente que él había ignorada en su vida, sino para sí mismo. ¡Ya era tarde para hacer que sus propios hermanos se arrepintieran! La muerte le había dado lo que él disfrutaba durante toda su vida, sólo que ahora vemos que eran relaciones vacías con los demás.
¿Qué es lo que hace falta para que nosotros–tú y yo–nos fijemos de verdad en los que nos necesitan, los que esperan todavía experimentar el amor de Dios encarnado en nosotros? ¿Los veremos si van bien vestidos? ¿Nos convenceremos si, como dice Abrahán, “resucita un muerto”?
¿O nos abriremos ahora mismo al amor que el Señor tiene por todos y cada uno de nosotros y por nuestros prójimos, toda la gente por la que Él resucitó de la muerte?
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Fr. Juan
Foley, SJ