Las historias del Evangelio empleadas para las liturgias de esta temporada nos hablan del ministerio, de lo que llegaremos a ser al aceptar la cruz y acompañar a Jesús en su misión. En la confrontación conmemorada hoy entre Jesús y sus discípulos, Jesús insiste en que Dios es el único maestro del pueblo. El dice que el don de la sabiduría no es una lista de cosas para saberlas, sino la habilidad de hacer y reconocer las coyunturas importantes.
La mente, cuerpo y afecto nuestros llegan a unirse para hacernos entender, amar y actuar con las personas y asuntos que forman parte de la vida.
Con lo que pasa alrededor, debemos comparar razones y relaciones sin permitir que el mundo nos ahogue. Los que comparten nuestras vidas exigen en nosotros una existencia sensible y sensata.
Jesús atiende a todos los que le escuchan. Nosotros debemos hacer lo mismo si queremos ser sus discípulos.
Si vemos los detalles de nuestra vida sólo como instrumentos para la sobrevivencia, no estaremos cumpliendo con su misión de anunciar el Reino de Dios ni haciendo su ministerio. No celebramos nuestro cumpleaños sólo para festejar una vez al año, sino por otros motivos. Queremos el acompañamiento de familia y amigos. Quizás debemos preguntarnos si nuestra sobrevivencia sea actualmente de agrado o de pena para los demás.
Hay otra gente en el mundo con la sola convicción de la importancia de su progreso materialista. Esto es algo muy común. Los sueños incluyen una familia bella, un coche grande, una casa cómoda y unos vecinos escogidos por su amabilidad. ¡Así progresamos! ¿Y por qué no puede la vida desarrollar sobre esta idea del progreso? ¿No hablan las bienaventuranzas de una felicidad? Parece que aquí está el problema, porque las bienaventuranzas nos dicen que somos felices sólo a pesar de la vida de los ricos y acomodados. Nuestra alegría llegará con el Dios que reina sólo en la vida compartida, no en la multiplicación de las posesiones. La oración de Cristobal Colón, “Señor, ayúdame a encontrar la fuente de este oro” es semejante a la acción de la mujer que mete un recado con número de lotería entre los pies de la imagen de San Judas Tadeo. De algún modo, la sociedad nos exige los “éxitos”, sean ellos de la economía o del sexo, para todo lo que me toca a mí o a los míos. No importa lo que puedan costar este éxito a los demás o a mi integridad personal. Debo estar dispuesto a lo que mi progreso exija.
Jesús dice a los discípulos que no podemos traer a las gentes marginadas al centro de la vida por convertir las piedras en pan, por los milagros o una actitud de “dividir y así vencer.” Lucas nos presenta un bosquejo que apoya lo que Marcos nos dice. Lucas explica que es la vida del Resucitado la que compartimos y celebramos, viendo en nuestro compañerismo al mismo Dios (Lc 2:42-47).
Como cristianos estamos invitados a vivir en un mundo relacional y encontrar allí el amor, no por medio de la familia particular ni la amistad agradable, sino del vínculo del Espíritu que nos atrae a ser los hijos de Dios y hermanos todos. “¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos (Mc 3:33)?” Seis veces los Evangelios nos dicen que florecemos en la vida, no porque la preservamos para nosotros mismos, sino porque la arriesgamos entre los demás.
No seremos los discípulos de Jesús a menos que decidamos vivir para con los demás y esto es sólo el principio de todo el proceso. Las personas que comparten el matrimonio y aman a sus hijos, los amigos que se reúnen en sus casa, y los vecinos que viven en la manzana, todos tienen más importancia que nuestra propria sobrevivencia o progreso. Ellos no son ni guarantía de nuestra vida ni trofeos personales. Para participar en la Resurrección, nos debemos preguntar: ¿Por qué amamos a otros? ¿Son una conveniencia para nosotros o estamos seguros con Jesús que, sin ellos, nuestra vida no tendrá significado?