Cuando los asirios sacaron a los israelitas de sus fronteras, los reemplazaron con otros exilios. Esa acción representa el primer caso documentado de lo que hoy se llama la “sanación étnica”, produciendo el pueblo conocido como los samaritanos. Ellos, como los israelitas, se consideraron hijos de Jacob; sin embargo, no honraron el templo en Jerusalén y vivían separados de los judíos hasta la evangelización apostólica. El grupo que comenzó la redacción del evangelio joanino probablemente fue samaritano.
Al momento de la misión palestina de Jesús, los judíos consideraron a los samaritanos como herejes y enemigos. Jesús fue acusado como blasfemo y samaritano por su manera de presentar a Dios.
Jesús hablaba de Dios, no como los líderes religiosos de su época, sino como los profetas antiguos. Esto no agradaba mucho a los políticos que contaban con una autoridad arbitraria, presentaciones legalistas, categorías estancadas y sacrificios sagrientos. Jesús promovía al Dios que exigía una justicia sembrada, un amor encarnado y una misericordia que perdonaba. El predicaba a un Dios cuyo Espíritu se ve en la lucha humana para crear y liberar. Las creaciones del Génesis, la fe de Abraham y las liberaciones populares del Exodo son los ejemplos bíblicos que Jesús aprovechaba para invitar al pueblo marginado a ubicarse al centro de la vida. El conoció a Dios como padre de toda alternativa y de la decisión libre. Jesús insiste que la presencia básica de Dios en los escritos hebreos manifiesta el “cómo” de Dios, dando pruebas de la manera en que llegamos a ser sus hijos. A Jesús no le interesa ni el “quién” ni el “qué” de Dios. Una carta de la comunidad joanina nos enseña “cómo” Dios se halla presente en el más bello proceso de la vida humana: “Quien no se ha enamorado no conoce a Dios, porque Dios es amor” (1Jn 4,7).
La historia de Lucas no trata de quien entre los leprosos agradecía a Jesús y quien no, sino de quien tenía la libertad de hacerlo y quien no. El samaritano agradece a Jesús por haberlo sanado, porque él no tiene necesidad de cumplir con un requisito religioso judío que lo mandaría al templo para aparecer ante los sacerdotes. No le hacen falta los sacerdotes; agradece y da sus pasos hacia Dios y el futuro.
Mientras que la religión nos pueda preparar para tener fe, no la es, y a menudo la puede obstaculizar. Abraham salió al desierto por su confianza en un Dios compañero, abandonando la religiosidad intensa de su ciudad de Ur que sacrificaba a los niños como ofrenda a dioses misteriosos y exigentes. Pedro tenía que olvidarse de su dieta judía cuando Pablo forsozamente lo sentó en la mesa con gente no judía que compartía su fe en la Resurrección. El samaritano leproso se presenta a Jesús y al Dios que Jesús revelaba con plena confianza y no le hacían falta ni sacerdotes ni templo.
Uno de mis mejores amigos y profesores es un campesino y maestro de obra llamado Octavio Pinto, criado en un barrio de la playa de Lajas en Chiriquí de Panamá. Octavio y su esposa Adela, invitados por el Vaticano como misioneros laicos excepcionales, fueron a conversar con Paulo VI cuando el Papa visitó a Bogotá. A pesar de sus trabajos a favor de las comunidades urbanas y rurales de San Miguelito y los altos del Río Pacora, Octavio rechazaba el diaconado ofrecido porque veía esa peldaña jerárquica con mucha religión, pero muy poca fe. Es triste que la religión a veces cuida más las cosas que las gentes a pesar de que Jesús nos puso una sola ley, exigiendo que nos amemos los unos a los otros como él nos ha amado.
Nosotros por mayoría cargamos con una historia religiosa llena de artefactos y devociones. De todos modos, el samaritano de Lucas ahora nos hace una pregunta atrevida: a pesar de estos detalles molestosos de religión, ¿somos o no somos personas de fe?