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La Palabra que nos compromete
Vigésimo Octavo domingo
del Tiempo Ordinario C
13 de octubre, 2019
John Kavanaugh, SJ

La gratitud
“Le ruego a usted que acepte un regalo.”

Me pregunto qué les pasó a los nueve leprosos que no volvieron para darle las gracias a Jesús. ¿Pensaron inmediatamente en otras necesidades, en preocupaciones nuevas, en demandas más urgentes? ¿Simplemente siguieron adelante, curados de la lepra pero ahora preocupados por otra cosa? ¿Recordaron cómo era cuando tenían que alejarse siempre de los demás y constantemente deseaban limpiarse?

Tal vez, si hubieran llevado un diario durante esos días, podrían haber leído las páginas que describían los tiempos olvidados cuando pidieron misericordia o rogaron que alguien les socorriera. Habrían recordado como pensaron que se llenaría todo su mundo de luz si pudieran sanarse, como Naamán, con la piel como la de un niño. Podrían haber comparado los pensamientos de antes sobre su aflicción con su nueva libertad, ahora que habían conseguido lo que más deseaban.

Hay momentos cuando parece que vivimos la vida como algunos niños abren los regalos de cumpleaños. Rompemos el papel de regalo, amontonando las cajas mientras buscamos el siguiente juguete nuevo. Quizás posamos los ojos rápidamente en un sobre sin leer el mensaje ni saber de quién es. ¿Qué viene ahora? ¿No hay más?

Este cambio perpetuo de nuestra atención, esta incapacidad de disfrutar del regalo, ocurre también en cuestiones de salud. Igual nos preocupamos durante toda la noche pensando que el ardor del estómago tal vez sea un ataque del corazón, que una simple calentura en el labio pueda ser cancerosa, que el día siguiente va a ser desastroso. En cuestión de horas, el pelígro se acaba y se nos olvida el regalo porque ya nos preocupamos por otra cosa.

Es de verdad maravilloso cuando los demás creen que les quieres.

Así es también con nuestros deseos. Si pudiera casarme. Si hubiésemos tenido un hijo. Si pudiera cambiar de trabajo.

A menudo esos regalos se hacen realidad. Ahora que estoy casado/a, deseo mi libertad. Ahora que soy madre o padre, espero, con esperanza o susto, la despedida. Ahora que trabajo, deseo tiempo libre. Ahora que estoy tranquilo/a, me encuentro inquieto/a porque deseo hacer algo. Ahora que he pasado por una dificultad, espero la próxima.

¿Cómo es que vivimos la vida con tantas prisas que no nos damos cuenta del millón de salvaciones que recibimos? ¿Agradecemos los rescates o curaciones que recibimos un diez por ciento de las veces? Si pudiéramos contar los miedos, pequeños y grandes, que nos han perseguido, y entonces dar gracias a Dios por cada final horrible que nunca sucedió, no acabaría nunca nuestra gratitud.

No nos adueñaremos completamente de nuestra vida hasta que aprendamos a dar gracias por ella. No somos los dueños de nuestras piernas ni de nuestros ojos, ni de nuestras manos ni de nuestra piel a no ser que demos las gracias por ellos cada día. No vivimos de verdad con nuestros seres queridos si no promovemos una sensibilidad contemplativa y agradecida de su presencia. Sólo llegamos a darnos cuenta de la gracia múltiple de su presencia cuando los perdemos o cuando hay amenaza de perderlos.

Pero cuando nos despertamos de nuestro estado sonámbulo, cuando vemos la maravilla de los detalles más menudillos de nuestra existencia, comenzamos a vivir. Es entonces cuando sabemos, con el último leproso, cómo es ser salvados.

Tal vez la persona más agradecida de quien me han hablado fue una anciana que vivía en un hospital de residencia asistida. Sufría de una enfermedad debilitadora, iba perdiendo sus facultades poco a poco en cuestión de varios meses. Una de mis estudiantes se encontró con ella en una visita fortuita al local. La estudiante volvió a visitar a la anciana, atraída por la extraña fuerza de su alegría. Aunque no podía mover ni los brazos ni las piernas, ella decía, “Me alegro de poder mover el cuello.” Cuando ya no podía mover el cuello, decía, “Me alegro que puedo oír y ver.”

Cuando la joven estudiante finalmente le preguntó a la anciana qué pasaría cuando perdiera el oído y la vista, la amable señora dijo, “Estaré contenta porque has venido a verme.” Había una libertad especial que brillaba en los ojos de la estudiante cuando me habló de su amiga. De alguna manera un gran enemigo había sido desarmado en su vida.

La gratitud no sólo da fuerza a la persona que recibe el regalo; también confirma a la persona que ha dado el regalo. “Crees de verdad que te quiero,” dice en su corazón la persona que ha dado el regalo.

Es de verdad maravilloso cuando los demás creen que les quieres. Es glorioso cuando alguien da las gracias.

¿Puede ser que le interesa a Dios más nuestra gratitud que cualquier otra cosa? ¿Fue la ingratitud el pecado primario?

El leproso sanado, Naamán, le proclamó a Eliseo, “Ahora reconozco que no hay Dios en todo el mundo, sino sólo en Israel.” ¡Cómo le habría encantado a Dios!

Y Cristo, que sanó a diez, vio algo más importante en un samaritano que tomó tiempo para volver, arrodillarse, y dar alabanza a Dios. Vio el esplendor de un corazón humano que se cree amado y acepta el regalo. Tal fe no sólo trae salvación. Es un regalo para Dios, tan encantador que Dios moriría por él.

John Kavanaugh, SJ

El Padre Kavanaugh fue profesor de Filosofía en la Universidad de San Luis, Missouri. Su prematura muerte ha sido muy dolorosa para todos aquellos que le tratamos en su vida.



Arte de Martin Erspamer, OSB
de Religious Clip Art for the Liturgical Year (A, B, and C)
["Clip Art" religioso para el año litúrgico (A, B y C)]. Usado con permiso de Liturgy Training Publications. Este arte puede ser reproducido sólo por las parroquias que compren la colección en libro o en forma de CD-ROM. Para más información puede ir a: http://www.ltp.org