Marcos menciona el bautismo sólo dos veces en su
evangelio. En ambas ocasiones él lo vincula al compromiso
de Jesús con el oprimido y, al fin, con los eventos
terribles de su traición y asesinato.
Al principio del Evangelio de Marcos, Jesús se bautiza en
el río Jordán. Allí, él transforma el bautismo de
penitencia en un bautismo de identificación. Las aguas
bautismales ya habían cruzado las montañas y los valles de
su nación, bañando y refrescando sus pueblos. Jesús no
tenía un pecado para ser purificado por las aguas. Jesús y
sus discípulos debían bajar a las aguas del río para
identificarse con cualquier cosa que otros hubieran dejado
allí. Este residuo de un pueblo adolorido, esperanzado
del Reino de Dios, es lo que debemos cargar con nosotros.
Jesús nos llama al trabajo difícil de invitar a un pueblo,
dividido por las categorías inventadas por otros, a vivir
su propia vida con ganas y a plenitud.
Se menciona el bautismo una segunda vez cuando los hijos
de Zebedeo intentan asegurar su propia importancia cuando
él tenga poder político. El les dice que, siguiéndolo a
él, ellos beberían de la misma copa y estarían arrastrados
por las aguas de su propio bautismo, pero que todo esto no
se relacionaría jamás con tener puestos de poder, sino con
un servicio absoluto a los marginados, siempre extremo y,
a veces, peligroso. Así se explica el bautismo de Jesús.
La agenda de Jesús en el Evangelio no es para todos.
Justamente difícil, ella acompaña el discipulado. El
cristiano no debe esperar otra cosa. Su camino no es de
aplausos ni premios internacionales. No da la
sobrevivencia ni un tesoro de bendiciones y éxitos. Los
cristianos no se encuentran pegados a los aspectos más
placenteros de la vida. Según Lucas, Jesús, recién
nacido, está vestido en la ropa de los pobres.
Somos ingenuos si buscamos los valores del bautismo de
Jesús en las instituciones del gobierno o de las
iglesias. Las instituciones siempre preservan a ellas
mismas, no a los valores humanos.
Podemos analizar el liderasgo de las dos instituciones,
del gobierno como también de las iglesias. ¿Trabajan los
del gobierno por los marginados que sufren una
discriminación histórica de siempre? ¿Defienden la
Constitución y los derechos de sus residentes? ¿A quién
representan el presidente y su congreso? ¿Quiénes apoyan
su candidatura? Por el otro lado, ¿quiénes en nuestra
Iglesia, incluyendo a los obispos, actualmente apoyan las
conclusiones del Vaticano II hasta su consecuencia
principal de la colegialidad en la fe y la desaparición
del clericalismo?
No hay motivo para que creamos que los senadores del
gobierno tengan más integridad o valor humano que los
demás ciudadanos. Negro, blanco o cualquiera que sea su
color, ellos forman parte de un sistema y una sociedad
creados por un gremio rico de gente blanca que se siente
la única realidad importante del mundo. Para ellos, las
minorías de las calles no tienen valor porque muy pocos
votan y casi ninguno da dinero para sus campañas
electorales.
La integridad cultural e histórica es importante, pero no
debemos buscarla primero en las instituciones políticas.
Ya sabemos que ningún oprimido es libre para expresar lo
que es ante la burocracia instalada. La cultura dominante
decide quién trabaja y quién no trabaja, y controla la
economía. Los que se sientan en el congreso ya lo saben;
están sostenidos por ella.
El Senado de los Estados Unidos debe estar desconcertado
por su manera de votar sobre los detalles de la nación;
nosotros de la Iglesia Católica debemos estar
desconcertados por la divergencia entre lo que predicamos
y lo que hacemos.
Por lo menos, sabemos que así, uno no llega a ser
cristiano. Hay que saber primero quién y qué es uno,
aportar criterios justos a esa misma realidad y después,
acompañar a los demás que la comparten con uno. Así, y
sólo así, se bautiza uno.
Donaldo Headley
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