¡Qué manera de no entender nada! Es muy
instructivo ponerse en el lugar de los apóstoles y
darnos cuenta de que pensamos exactamente como ellos. Por
supuesto que, como ya conocemos cómo termina la
historia, los miramos con una mezcla de pena y superioridad,
pensando que nosotros nunca habríamos dicho eso. Y
sin embargo, los desatinos de los apóstoles son, en
cierta manera, nuestra propia biografía.
Quizás una de las más grandes revoluciones del
cristianismo es habernos mostrado que ante Dios no hay modo
de merecer. Incluso si por un segundo lográramos
olvidar que la razón por la que Cristo murió
fueron nuestros propios pecados, es evidente que no es
humanamente posible amar hasta los extremos en que
amó Cristo.
Pues Jesús no es uno que simplemente nos pagó
una deuda. Es uno que conoce exactamente lo que es ser
hombre, porque lo sufrió como el que más. A
Jesús no podemos contarle cuentos: ni sobre
cómo sufrimos ni sobre lo buenos que somos.
“El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento,
y entregar su vida como expiación”, y quiso
hacerlo porque era necesario pagar la deuda que nosotros
contrajimos y quiso hacerlo de ese modo porque era
conveniente para manifestar su gloria, es decir su infinito
amor. Es por eso que tuvo y tiene aún la enorme
descendencia que es su Iglesia, mediante la cual justifica a
tantos, como explica Isaías.
Aquel que entiende esto ya no se acerca a Jesús
movido por la ambición a pedir futilidades y cosas
que no entiende como hicieron los apóstoles (y
nosotros). Este se acerca “con seguridad al trono de
la gracia, para alcanzar misericordia y encontrar gracia que
nos auxilie oportunamente”. Es lo que necesitamos.
Es constante a lo largo de toda la historia de la humanidad
una especie de conciencia subterránea: necesitamos
ser salvados. Reconocerlo es difícil, porque hiere
donde más duele: el orgullo. Y mientras más
nos negamos a aceptarlo, más evidente resulta. El
siglo XX fue el siglo del mito del hombre que se salva a
sí mismo mediante la ideología. Fue
también el siglo de la barbarie institucionalizada.
El hombre no se salva a sí mismo porque salvar no es
dominar, sino renunciar y servir. Ser el primero es hacerse
servidor de todos. Imitar a Cristo es estar dispuesto a
comunicar a todos una gracia que no es nuestra, sino que nos
ha sido dada gratuitamente; comunicando la misericordia que
hemos alcanzado ante el trono de la gracia.
Gonzalo Letelier Widow
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