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La Palabra que nos compromete
Vigésimo Noveno domingo
del Tiempo Ordinario C
20 de octubre, 2019
John Kavanaugh, SJ

La perseverancia
“Permanece firme.”

La imagen de Moisés mirando la batalla de Josué contra los amalecitas no se desvanece fácilmente de la memoria. Allí se inclina, respaldándose contra una roca, con los brazos extendidos y apoyados por sus dos ayudantes. Siempre que Moisés baja los brazos para descansar, el enemigo comienza a prevalecer; así que Aarón y Hur permanecen a su lado hasta que se pone el sol y llega la victoria, sirviendo de muletas para sus hombros dolorosos.

Esto sí que es un buen ejemplo de la perseverancia al rezar. Supuestamente es la clase de perseverancia que San Pablo recomienda que tenga Timoteo—y todos nosotros—al vivir y dar testimonio de la fe. Siempre que laboramos por la fe, la fe triunfa. Si nos rendimos, la fe pierde. Por eso, San Pablo le aconseja a Timoteo que “predique la Palabra; que persista en hacerlo, sea o no sea oportuno; corrija, reprenda, anime, enseñe sin cesar y con mucha paciencia.”

Ah, pero esos momentos inoportunos, esos días cuando la batalla parece seguir sin fin. ¿Quién nos apoyará los brazos cuando estemos agotados de rezar? Un pensamiento angustioso surge: ¿para qué nos molestamos por mantener los brazos levantados cuando parece que nuestras súplicas no traen ningún alivio?

Jesús les contó una parábola a sus discípulos que trataba de la necesidad de rezar siempre y de no desanimarse. Una viuda ruega que un juez corrupto le dé vindicación contra su adversario. Al final, el juez no la ayuda por compasión sino por enfado. La única manera de conseguir que deje de quejarse es rendirse ante sus súplicas.

Y esto con un juez corrupto. ¡Qué diferente es con un Dios bueno y generoso, quien nos ha dado vida! Dios desea ayudarnos cuando le suplicamos día o noche; Dios está ansioso por socorrernos. Así Jesús les pregunta a los que escuchan la historia, “¿Tardará Dios mucho en responderles?”

Pero por lo general, la demora es desgraciadamente lo que uno experimenta. Se pregunta si le ha oído. A veces parece que el cielo es como los contestadores automáticos complejos. Siempre le da a uno rodeos. Uno sigue dando los mismos botones, recibiendo la misma respuesta evasiva.

He pasado más de un año pidiendo un milagro. No lo hago con frecuencia, pero la situación lo merece. Manifiesta tu poder al mundo, O Dios. Enseña tu amor para una de tus elegidas, una joven fiel, una mujer buena y generosa, ahora herida y necesitada de tu ayuda. Si no ahora, ¿cuándo? Si no aquí, ¿adónde? Como pasan los días, no sólo temo que estés demorando, sino que no atenderás mis súplicas. Me canso de clamar al cielo por ella.

Y mi queja es solamente de una persona–una persona de una inmensa humanidad –con sólo una oración sin contestar. Mi pequeña voz se pierde en el griterío de súplicas que resuena a través de los tiempos. Las familias que viven desesperadas en la pobreza y pérdidas se unen a clamar. Los cantos vienen de Dachau, los requiem de Ruanda, los cantos fúnebres de guerras sangrientas, gritos de los barrios pobres. Se pierde el llanto de los niños abusados, de almas abandonadas, de mentes desconsoladas en el barullo de los siglos. ¿Quién apoyará los brazos extendidos de la humanidad, compadecidos de un dolor interminable?

Tal vez Jesús quería que la historia de la viuda respresentara el estado de la humanidad misma, sufriendo de las heridas del tiempo. La misma condición de ser criaturas derrotadas requiere una curación final. Todos los remedios temporales, todas las guerras victoriosas, todos los tratados de paz son solamente señales. En la tierra, no hay ningún tratamiento final, ninguna victoria definitiva sobre la muerte, ninguna paz eterna.

El objeto de nuestra fe es un Dios libre de los confines del espacio, de la fugacidad del tiempo. Es el Dios que nos considera buenos y sigue con esta idea a pesar de todas las pruebas que damos al contrario. Es el Dios que convirtió nuestros brazos extendidos en los suyos con su Hijo crucificado, quien dijo hasta en el momento que sufrió una pérdida devastadora, “en tus manos encomiendo mi espíritu.”

Lo que se requiere de nosotros es rezar siempre. Nuestro propio ser debe ser una oración, una súplica. Lo que se pide de nosotros es que nunca perdamos la esperanza; nuestra misma existencia debe llegar a ser un acto de confianza.

Al fin de cuentas, sólo hay dos reacciones a nuestra condición. Podemos perder la esperanza en la humanidad y en el Dios que nos ha creado, o podemos creer que la última palabra, más allá de todos los desastres terrenales, es la palabra de amor de Él que nos llamó a venir al mundo.

Así, un interés fundamental se presenta para el Dios engendrado. Cristo sólo nos pide una cosa: no que formemos un ejército tremendo, nunca herido ni dolorido, al fin de los tiempos, sino que formemos una enorme procesión de hombres y mujeres que, a pesar de los sufrimientos de la historia, creemos en su promesa.

Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?
(Lc 18:8)

John Kavanaugh, SJ

El Padre Kavanaugh fue profesor de Filosofía en la Universidad de San Luis, Missouri. Su prematura muerte ha sido muy dolorosa para todos aquellos que le tratamos en su vida.



Arte de Martin Erspamer, OSB
de Religious Clip Art for the Liturgical Year (A, B, and C)
["Clip Art" religioso para el año litúrgico (A, B y C)]. Usado con permiso de Liturgy Training Publications. Este arte puede ser reproducido sólo por las parroquias que compren la colección en libro o en forma de CD-ROM. Para más información puede ir a: http://www.ltp.org