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Vimos al Señor

Es probable que los cambios litúrgicos del Vaticano IIº hayan sido salvados sólo por el abrazo de paz en la misa. Es casi el único momento en que las personas reunidas no están mirando las espaldas de otros. Por un momento podemos apreciar el propósito de la eucaristía, al tocar otra mano y pronunciar una palabra que se entiende, “Paz.”

En el Evangelio de hoy, Jesús tres veces dice la palabra “paz”. El saludo de Jesús penetra las puertas cerradas y entrega a todos el Espíritu de Dios que nos libera del miedo y crea un mundo nuevo. Jesús nos da este don siendo el hermano nuestro en quien se encuentra toda vida. Como dice San Pablo, “...la muerte ya no tiene poder sobre él.” El Reino de Dios se hace presente en Jesús. El comparte su vida resucitada con nosotros. Viviendo según las normas de esa vida, estamos al principio de una nueva creación, libres para reorganizar nuestro mundo con justicia y amor. Nuestra misión a los demás comienza en las aguas refrescantes del bautismo y con el sello perfumado de la confirmación.

El Espíritu joven y activo de Dios nos trae la solidaridad humana con el poder de responsabilizarnos. Nos esforzaremos y quizás nos convertiremos a unos aspectos de la justicia y la compasión, pero será Dios quien al fin, a pesar de nuestros tropiezos, regalará su Reino al mundo.

La Iglesia Católica no controla ni posee sola el Espíritu del Señor. El Espíritu se mueve donde y cómo quiere y funcionará con o sin nosotros. La fe cristiana no se halla en documentos, sino en el estilo de vida de las personas; por eso doy gracias a Dios por la gente que me ha regalado vida día tras día y por años.

Estos me enseñaron el valor de la experiencia y la conversación, de la cultura como ancla y motor.
Cuando yo era mucho más joven, en la esquina de Desplaines y Adams en Chicago, en donde hoy viven jóvenes profesionales, había un lugar llamado “skid row,” el sitio residencial de centenares de borrachos y puerto de entrada para los inmigrantes más pobres. Los niños del barrio llenaban la escuela de San Patricio y el West Hotel daba cobija y cucarachas a los que podían pagar el alquiler de una semana, día u hora. La madrugada se contestaba el timbrazo de la puerta de la rectoría para llorar la muerte repentina de un drogadicto. Familias inmigrantes, hoy las dueñas de tortillerías y restaurantes, buscaban la manera de comprar sus primeros negocios pequeños.

Eleanor Weber, la enfermera directora de la clínica universitaria de oftalmología, lloraba con las mamás el futuro difícil de sus hijos ciegos e incurables. Conocí a niños con los pulmones podridos por el pegamento que aspiraban como droga. Y vivían allí miles de familias que soñaban con el futuro a pesar de la invasión de tractores que tumbaban sus casas poco a poco y prepararon la construcción de lo que iba a llegar a ser el futuro sitio de la Universidad de Illinois en Chicago. Estos me enseñaron el valor de la experiencia y la conversación, de la cultura como ancla y motor. Aprendí la necesidad de comprender la Palabra de Dios como voz de esperanza en la historia humana.

Caminando entre las familias regadas y almas perdidas del barrio, era posible cuestionar todas las presuposiciones cómodas de la religión. Allí, en el cielo de los pachucos, intentando enjugar lágrimas de la cara atribulada de un borracho, sorprendido por el cariño de las prostitutas que buscaban en las cantinas su última oportunidad antes del amanecer, y maravillado por el corazón sano de los niños cuya única seguridad se hallaba en el abrazo de una abuela, los valores de la vida se aprendían.

Una experiencia misionera en Panamá me presentaba otro conjunto de posibilidades. Familias de ese jardín bendito fundaron comunidades nuevas después de salir del casco de la ciudad, o de las islas, costas y montañas rurales. Su gente cambió y yo con ella. Otra poesía llegó a ser mi música. Me enseñaron lo que se había olvidado de la vida de mi padre, cómo sembrar maíz y frijoles, trabajar un campo con herramientas sencillas y quitar la sed con un limón recién caído de un palo.

La vida en la parroquia actual es siempre difícil, no por la gente que vive aquí conmigo, sino por los conflictos que sigo cargando de lugares dejados y pueblos ya perdidos a mi vista. La misma riqueza de conocimiento y amor está también aquí, pero quizás no la he llegado a apreciar suficientemente. Pido perdón por esto. Sin embargo, estoy muy agradecido con todos: los abogados y meseros, los cantantes y bailadores, los viejos y los nuevos, los niños tan abiertos y adolescentes sospechosos del poder y autoridad; los aprecio. Todos ustedes son mis profesores y me encanta ser su alumno.

Las historias que ustedes traen a la vida pueden ser mejores que las mías, pero las personas que viven en las mías son los santos de mi vida muy agradecida. Ellas brillan, si no para los demás, por lo menos para mí. Son el joven, el ángel relámpago, los espíritus testigos, la Magdalena quienes juntos proclaman la resurrección. Espero que todos los que moran y se memorializan en sus vidas sean también así.

Doy gracias por la Eucaristía de este domingo, cuando las resurrecciones que compartimos se recuerdan entre nosotros y se celebran.

Donaldo Headley
Donaldo Headley se ordenó al sacerdocio en 1958. Se graduó con MA en filosofía y STL en teología de la Facultad Pontificia del Seminario de Santa María del Lago en Mundelein, Illinois.
Arte de Martin Erspamer, OSB
de Religious Clip Art for the Liturgical Year (A, B, and C)
["Clip Art" religioso para el año litúrgico (A, B y C)].
Usado con permiso de Liturgy Training Publications. Este arte puede ser reproducido sólo por las parroquias que compren la colección en libro o en forma de CD-ROM. Para más información puede ir a: http://www.ltp.org