¿Tú crees en la Resurrección de Nuestro Señor de entre los muertos? Esta es una buena pregunta, por lo menos según san Pablo, porque si la respuesta es que “no,” entonces “nuestra fe es en vano.” (1 Cor 15: 14-19).
Pero a veces es difícil discernir exactamente lo que significa “resurrección.” ¿No podría ser el simple hecho de volver a Jesús a la vida para seguir como antes, sólo una vida limitada y ordinaria, así como los novelistas Kazantzakis y Dan Brown la han concebido?
He aquí una metáfora que sugiere una mejor respuesta.
Hay tierra espiritual, de la que brota todo lo que vive. En su muerte, Jesús se hundió profundamente en esta tierra. El se había tropezado, había caído y había perdido eso que consideramos irremplazable, eso que hay que proteger sobre todas las cosas:
la vida.
Pero piénsalo bien. ¿No es la vida sólo otra planta del jardín, con sus raíces en la marga—un tipo de tierra en la que apenas nos fijamos? ¿Sí? Pues, esa marga espiritual se llama “amor”:
un amor inmenso y callado
“Tomás, el incrédulo,” que aparece en el Evangelio para este domingo, estaba desolado porque creía que ese amor había muerto. Enfrentó su pena con la negación. “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo.”
Hay que reconocer que las mujeres solían creer y los hombres no. Las mujeres se atrevían a confiar en lo que veían.
El código Da Vinci por Dan Brown lleva aun más lejos esta idea. Para él, los varones han reprimido a propósito la esencia del cristianismo. En su novela, la verdad—callada a través de los siglos—es que María Magdalena era la esposa de Jesús, aunque nadie lo sabía. Además, una descendiente de Jesús vive hoy día entre nosotros (una mujer que vive fuera de los tiempos de “Yo, también” y que teme por si vida). Obviamente, si los evangelios no fueran otra cosa que un intento de encubrir este hecho, entonces la resurrección sólo sería una faceta más del engaño.
¿Y ese amor inmenso y callado del que hablábamos antes?
Tanto la vida como la muerte y resurrección de Jesús nos señalan la fuente de la vida misma, el origen del universo, de los mundos, de las mujeres y los hombres, del matrimonio y los hijos, y de nuestro deber de andar al lado de nuestros prójimos. Jesús es el río de ese amor que Dios había vertido sobre el mundo, que fluye ahora de nuevo hacia la mar de la Trinidad, y que nos lleva también--a los que nos atrevemos a creer.
Así que, ¿puedes tú vivir creyendo en esta resurrección? Sí es así, entonces puedes creer que el amor es la base de la vida.
Trae tu dedo, aquí tienes mis manos;
trae tu mano y métela en mi costado;
y no seas incrédulo, sino creyente. (Evangelio)
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Fr. Juan
Foley, SJ