La semana pasada vimos que Jesús fue tentado, así como nosotros también lo somos. Era algo sumamente humano. ¡Pero esta semana lo vemos transformado en una resplandeciente luz blanca! Una experiencia que los seres humanos no tenemos. ¿Qué pasa aquí?

Quiero describirte una experiencia de oración ignaciana que podría iluminar un poco esta “Transfiguración.” Sígueme.

Imagínate a ti mismo triste y desanimado, deseando que Dios te ayude. Quieres recuperar tu fe, que antes era fuerte. Pero ahora no la encuentras en ninguna parte. Vives tu vida cotidiana así.

Ahora, supon que de repente te encuentras conmovido y atraído hacia Dios de una forma que no deja lugar a dudas, una forma que se encuentra a la vez muy lejos y dentro de ti. Después de esta experiencia, ya no dudas de que lo que has experimentado procede de Dios, aunque realmente no lo entiendes.*

¿No sería éste un momento importante?—una transformación (aunque breve) de tu experiencia de Dios, una remodelación de ella.

A través de esta experiencia de la oración, Dios nos concede una visión breve de lo que es el centro de la realidad, imposible de describir aquí. Pero tal vez el propósito de esta experiencia es evitar que nos desanimemos, o que no pongamos atención a las enseñanzas del Señor.

Así que, ten en cuenta esta experiencia al leer la escena de la Transfiguración de Jesús en el Evangelio para este domingo.

Los apóstoles contemplan de repente a Jesús resplandeciente de divinidad. Hasta brilla a través de la ceguera humana de ellos,( y les asusta). Su experiencia de Jesús es transfigurada. Por un momento, ven a Jesús en la unión completa con Dios que él es.

Fíjate que me refiero a “la unión completa con Dios que él es,” y no a una unión que él tiene. En Jesús, la divinidad y la humanidad se unen en una sola persona. La gente solo le veía como humano, pero en este texto Jesús les muestra a sus apóstoles su ser completo, la divinidad en plena presencia dentro de su humanidad.

¿Cómo se explica una revelación tan súbita?

Es posible que esta escena sea sólo un paso más en la enseñanza de los apóstoles a lo largo de los Evangelios. Justo antes de nuestro texto, él les había enseñado por fin lo que es un verdadero mesías. Les dijo que, “convenía que fuese él a Jerusalén y que allí padeciese mucho de parte de los ancianos, y de los escribas, y de los príncipes de los sacerdotes y que fuese muerto, y que resucitase al tercer día.” Una revelación estremecedora, tanto para los apóstoles como para nosotros.

Pedro protestó fuertemente, a consecuencia de este trauma, hablando aparte con Jesús y regañándole: “¡Ah, Señor! de ningún modo: no ha de verificarse eso en ti.” Quizás esa sea tu reacción, y la mía también. Jesús le responde. Hasta le dice a Pedro “Satanás,” por resistir la nueva revelación. El sufrimiento y la muerte no le son ajenos a Jesús, el Mesías. Son fundamentales. Una lección muy dificíl para cada uno de nosotros.

¡El sufrimiento, la muerte y la resurrección en el centro del amor!

Supongo que por medio de la Transfiguración Jesús les asegura a ellos—y a nosotros también—que esas cosas que suenan tan horribles en realidad sirven para cumplir su divinidad. Son el amor resplandeciente de Dios. ¿Quién de nosotros tiene tiempo para pensar tan siquiera en semejante milagro, semejante transfiguración?

Ve a rezar.