“Deja tu tierra…yo te mostraré.”
Dios nos había llamado: así dice San Pablo en la segunda carta a Timoteo. Y Jesús es el llamado. Así que la voz de las nubes en la montaña de la transfiguración dice, “Escúchenle.”
Pero, ¿a qué nos llama? ¿Qué pasa si escuchamos a Jesús? La mayoría de nosotros hemos estado escuchando durante años. Supuestamente es una de las razones por la cual todavía vamos a misa. Prestamos atención a su llamado. Él es nuestro nuevo Moises, Él nos da la ley. Es nuestro mejor profeta, más glorioso aún para nosotros que el viejo Elías. Lo hemos estado escuchando. Y ahora, ¿qué?
Así es que queremos seguir con ello, que se acaben las cosas de una vez por todas. Que haya conversión, completa y dramática. Por lo menos que haya algo de progreso. Nos cansamos de esperar. Hemos oído el llamado una y otra vez, pero nos parece que muy poco o nada se consigue.
Entendemos por qué San Pedro, Santiago, y San Juan querían hacer unas tiendas. Por lo menos tuvieron una experiencia gloriosa en la montaña. Vieron a Jesús en su gloria a lado del profeta más poderoso y el mejor legislador. No me extraña que quisieran poner fin a todo ahí mismo. Seguramente, todo iría cuesta abajo después de haber estado en la cima de la montaña. Ciertamente, no quedaría mucha más gloria para ver y disfrutar.
Nosotros que no hemos tenido una experiencia de cima de la montaña solemos asentar la cabeza también. Si usted tiene cincuenta y cinco años como yo, podría esperar que no quedarán muchos viajes más para hacer ni tampoco tener muchas más conversiones. Lo que iba a pasar ya habrá pasado. Hasta algunos de nosotros que tenemos solamente treinta o cuarenta años podríamos estar inclinados a creer que ya por fin hemos “llegado” a ser la persona que íbamos a ser.
Abrahán tenía setenta y cinco años. A los setenta y cinco años, uno ya habría conocido bien lo que trae esta vida. No se espera nada nuevo.
Pero para Abrahán fue el comienzo. Quedaba un llamado más: “Deja tu tierra, tus parientes, y la casa de tu padre. Yo te mostraré. Conocerás el lugar cuando llegues. De la nada, te haré un gran pueblo.” ¡Casi imposible! ¿Un gran pueblo? ¿Bendiciones y grandes logros inesperados? ¡Despierta!
Aún así, este gran anciano se conmovió al oír la voz de Dios. Juntó a su familia y todos los bienes y se puso en camino. Tenía setenta y cinco años.
Los judíos (y nosotros sus primos) tenemos unos héroes tan fabulosos. Cuando Abrahán oyó un nuevo llamado cuando tenía más de ochenta años, fue antes de la gran hambruna y la tragedia de Lot y su esposa, antes de compartir pan y vino con Melquisedec, antes de llegar a Egipto o Canaán, antes de nacer Ismael el hijo de Agar, antes de interceder por Sodoma y Gomorra.
Tardaría veinticinco años más para que tomara forma la alianza prometida, cuando tendría cien años y su esposa cambiaría su nombre. Esto ocurrió antes que nació Isaac, su hijo preciado, mucho antes de la muerte de Sara y su segundo matrimonio con Keturá. Fue, de hecho, cien años antes de morirse. Fue bueno que no se estableciera permanentemente cuando tenía setenta años.
Abrahán y Sara, nuestros padres de la fe, nos recuerdan que no es tanto cuestión de cuándo termina el camino de la vida sino a dónde nos lleva esta gran caminata de la fe.
Cuando yo tenía treinta y cinco años, pensé tontamente que había visto todo. Pensando que fue señal de libertad espiritual y de estar abierto a la voluntad de Dios, hasta incluso le dije a mi director espiritual en la India que estaba dispuesto y listo a morir. “No digas eso,” me dijo. “Nunca puedes decir que has tenido bastante.”
Tenía razón. Cuando tenía cuarenta y cinco años, me di cuenta de que no había soñado hace diez años los dolores que sufrirían los seres humanos, las alegrías que gozaríamos, la pura exultación que nos está disponible en esta vida. Siempre hay más. Siempre hay otro llamado más mientras andemos por este camino terrenal.
Una mujer que cree que está harta de su trabajo profesional descubre un poder nuevo y poderoso de amar y curar.
Un sacerdote que tiene sesenta y cinco años descubre profundidades enormes de valor y de posibilidades dentro de sí mismo que jamás hubiera imaginado poseer.
Un hombre de sesenta años, al soñar de algo nuevo, empieza un programa de distribución de alimentos en un país pobre de Centroamérica.
Una monja de cincuenta años funda una orden nueva.
A los noventa y dos años, una monja entra más profundamente en el amor, el perdón y la confianza que cualquier novicio o novicia se atrevería a explorar.
Una pareja que lleva cincuenta años de casados da las gracias al Encuentro Matrimonial por ayudarlos finalmente a entenderse.
Nada más imagine usted los siglos que necesitaremos para ahondar en el misterio de Dios.
Así que, es verdad, no resistiría ni resentiría irme. Creemos, desde luego, en la resurrección de un cuerpo mucho más glorioso que nuestra triste piel actual. Pero ya no pienso en precipitarme en ir. No es necesario hacer la tienda aquí y ahora.
Abrahán ya lo sabía. Es nuestro padre en la fe. Gracias a Dios que Sara tenía fe también.
John Kavanaugh, S. J.
Traducción de Kathleen Bueno, Ph.D. |