Lo que más afecta la corriente de nuestra vida, nuestro
tiempo y el espacio en donde vivimos es el conjunto de
nuestras relaciones. Haber conocido a Jesús cambió para
siempre la vida de sus discípulos. En la historia de la
Transfiguración sus corazones reflejaban lo que sus ojos
no podían ver. Desde ese momento revelador, los lugares
tenían sentido sólo si él estaba y el tiempo dejó de ser
granos de arena filtrados por un embudo, haciéndose el
instante explosivo en que se declara el amor del amante
o la justicia de un pueblo, cuando el sol de la mañana
rompe la tranquilidad de un amanecer demorado.
Abraham comienza a pensar en las estrellas del cielo y
en la arena del desierto como la imagen del futuro de un
pueblo. Su visión de la vida, como la visión del Señor
transfigurado, era don de fe. El sería vinculado siempre
al Dios de la historia porque la historia de Dios ya se
había hecho su propia historia. Las estrellas ya no
fueron lejanas y remotas para Abraham, sino el
sacramento actual de la fidelidad de Dios.
Las palabras de Pablo a los cristianos de Roma sacuden
la base de su historia y cultura. Compartiendo la vida
del Resucitado, ellos han llegado a ser familia de todos
los que abandonan el miedo y comparten un futuro
dinámico, no de herencias de sangre, sino de fe.
La Visión De Dios Siempre Nos Cambia.
La visión de Dios siempre nos cambia. Sea esta visión la
de Elías con las brisas de Horeb o la de Moisés frente a
la zarza que ardía, ella se vuelve elemento catalizador
al centro de la existencia humana. Las llamas graban el
grito de liberación en el alma de Moisés y la brisa
conmueve al profeta a proclamar el destino de su
pueblo.
Las visiones se producen, no fuera, sino dentro de uno.
Los deseos antiguos del espíritu humano para hacer una
historia propia y forjar su cultura se encuentran en
todo pueblo.
Compartir la eucaristía y brindarnos la paz nos
identifica como la comunidad que responde a la visión de
Dios en Jesucristo y adelanta su Reino. El Evangelio no
es el recuerdo de un Cristo pasado, sino nuestra
oportunidad de vivir su misma vida. Estos días
cuaresmales nos darán conciencia de la manera en que
Dios ya se ha revelado en nuestras vidas.
No podemos poseer ni definir la esencia de Dios, pero
todos debemos llegar a apreciar su "cómo".
Esto nos cambiará para siempre. Jesús afecta nuestras
vidas, no desde el pasado, sino en este momento actual.
¿Qué significaría para nosotros sólo tener recuerdos de
Jesús? Nuestra convicción es otra; al reunirnos, al
partir el pan, al proclamar el Evangelio, él mismo se
halla entre nosotros. Por estas tres acciones de Iglesia
expresadas por nuestros cantos y narraciones, asumimos
que todos vivimos consecuencias claras en las calles de
la ciudad, en nuestras oficinas, escuelas y fábricas,
como si fuera cosa fácil cambiar liturgias y ritos en
una vida real. El culto verdadero a Dios no se enuentra
en los símbolos litúrgicos, sino en la vida compartida y
real de todos los días.
Si Jesús se encuentra en nuestra reunión, allí también
vemos a Dios; Cristo es la cara de Dios para todo
cristiano. Todos los que han recibido una revelación de
Dios deben ser considerados como personas que se la
regalan a otros: los que aceptan el bautismo y la
confirmación o comparten el pan eucarístico, los niños
que dialogan las Escrituras, los miembros de una familia
que hacen diferentes ministerios, los que distribuyen
comidas a los más necesitados, los ujieres que dan la
bienvenida a los que acaban de luchar con el tránsito y
la nieve, los padres jóvenes que buscan apoyo para criar
a sus hijos en este mundo dividido, los monaguillos que
a veces se acuerdan de llevar el libro al altar, los
catequistas que luchan para comunicar su fe a niños y
adultos.
Después de haber visto a Dios, no seremos los mismos de
antes. Quizás llegaremos a ser lo que Cristo pide, un
pueblo con las agendas justas, amorosas y compasivas de
Dios reinando en nosotros.
P. Donaldo Headley
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