Probablemente les he contado esta historia antes, pero
tiene algo que ver con las lecturas de este domingo y por
esto, la repetiré. El incidente pasó hace mucho tiempo,
antes de mi ordenación. Por alguna razón que no puedo
recordar, yo había sido elegido para dar la homilía de la
Vigilia de Pascua en la iglesia completamente abarrotada
de la universidad de San Luis.
Hubo una complicación, por supuesto. El día de la homilía
coincidía con mi retiro de ordenación. No hubo ningún
problema. Vine con otros cuatro jesuitas desde la casa de
retiro muy lejos allá en el campo, a la ciudad, la
iglesia, la sacristía, el alba, el altar. No hay necesidad
de decir que yo estaba muy nervioso ya que solamente había
predicado unas homilías antes en mi vida.
Resultó que la noche anterior había habido una tormenta
enorme. Yo había estado mirándola desde unas puertas de
cristal de seis pies de alto en la casa de retiros. Si
usted no es del medio oeste de los Estados Unidos no puede
imaginarsre la fuerza bruta de nuestras tormentas. El agua
oscura de la lluvia, destellos de relámpagos volcánicos
inesperados, explotando con fuerza violenta. Los detalles
más pequeños del paisaje son visibles durante unos
segundos, como si veinte mil luces florescentes se
hubieran encendido de repente y luego se apagaran otra
vez. El enorme poder de la naturaleza me hizo sentir muy
humilde ante mi próxima homilía.
La radiación del relámpago me recordó lo que Dios dijo al
profeta: “No me mires directamente cuando paso; la vista
es demasiado para tus ojos.” En otras palabras, somos
demasiado pequeños.
La Vigilia Pascual tuvo una versión mucho más humana de la
luz. El Cirio Pascual se encendió de un fuego ardiente y
la numerosa asamblea encendió sus pequeñas velas
gradualmente de la llama del Cirio Pascual. Como yo estaba
en el santuario, pude ver como la suave luz se extendía de
estas pequeñas velas, uniendo a la muchedumbre en una
unidad dulce, un hogar de caras humanas. Se ocultaron las
imperfecciones, el brillo consolador hizo de cada cara un
recipiente que sostenía profundamente dentro de sí la luz
tranquila del Señor.
¡Qué contraste! El poder atronador seguido tan rápidamente
del calor y amor de la pequeña luz. Esto demostró el
verdadero contraste entre la grandeza transcendente de
Dios--demasiado para los ojos humanos — y el amor
silencioso de Jesús. Jesús absolvió imperfecciones,
piernas mutiladas y ojos ciegos. Él nos permite vislumbrar
la intensidad enorme del Dios infinito con nuestros ojos
diminutos, finitos. Jesús es Dios como uno de nosotros. Él
es el relámpago convertido en velas.
Está bien, dice usted, esto es muy interesante, pero ¿y el
Evangelio de esta semana? En la Transfiguración, Jesús el
consolador se invirtió y se reveló como el Dios del fuego
infinito. Mi sencillo encuentro con los relámpagos no fue
nada comparado con esto. ¿Por qué ocurrió esa
transformación tan espantosa?
Una especulación atractiva consistiría en que Jesús tenía
que mostrarles (a ellos y a nosotros) la verdadera
conexión de la luz con la luz. En el mismo centro de cada
rayo está la misma materia que oculta suavemente nuestras
caras defectuosas y las hace brillar. Dios no puede
deshacerse y apagar la luz que Él es. Pero Él puede
filtrarlo y ofrecerlo a cualquiera que quiera mirar...
... y de vez en cuando quita el velo para que no olvidemos
lo que estamos viendo.
John Foley, S. J. Traducción de Julián Bueno, Ph.D.
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