Por las cosas duras que ha dicho Jesús sobre la riqueza y el privilegio, nos podría parecer que es casi imposible no sólo que un rico entre por las puertas del cielo sino que aun llegue a caer en gracia a Jesús mismo.
Zaqueo era rico. Era recaudador de impuestos, y había sospechas de que defraudaba a la gente en su trabajo. Era bajito, pero andaba en grandes actividades. Sucedió también que quería saber cómo era Jesús. Así que, se fue corriendo antes de que llegara una gran multitud de gente y se subió a un sicómoro para poder ver algo.
Es una escena curiosa—muy diferente de lo que me imaginaría yo. En mi versión, el Señor miraría al conspirador con ojos ardientes y le avisaría de su castigo inminente. Luego, Jesús se lanzaría a dar su condena de la explotación y la injusticia. Zaqueo serviría como ejemplo principal. Pero el Cristo del evangelio de San Lucas (un evangelio, eso sí, que es uno de los más severos en denunciar la riqueza y la opresión de los pobres) otra vez frustra las expectativas. “Zaqueo, baja pronto, porque hoy me hospedaré en tu casa.”
Ahora bien, yo le obligaría a cumplir con algunos requisitos antes de que le visitara. “¿Prometes dejar de comportarte con tanta codicia? ¿Estás dispuesto a abandonar la costumbre de aprovecharse de los demás en los negocios y de vivir una vida tan opulenta?” ¿Por qué no se le ocurre esto a Jesús? Ha predicado con frecuencia sobre el pecado de la avaricia. Y aquí tiene un verdadero cerdo capitalista para criticar; pero en vez de hacerlo, le pide que le invite a su casa. Obviamente, Zaqueo se quedó emocionado. Le dio la bienvenida a Cristo con mucho placer.
Tengo que confesar que estaría entre la gente que susurraron. Este maldito recaudador de impuestos se ha ido aprovechando tranquilamente de los pobres para hacerse rico. Ahora, por capricho, sube a un árbol para ver a Jesús (a quien todos nosotros hemos seguido durante meses deseando hablarle), y consigue hablar con él. ¡Un delincuente! Todo el mundo estaría de acuerdo conmigo. Y pensar que Jesús va a cenar en casa de alguien como Zaqueo.
El hecho de que a Jesús le cayó bien Zaqueo tuvo un efecto inmediato. “Doy la mitad de mis bienes a los pobres, y si he defraudado a alguien, le devolveré cuatro veces más.”
Aún en esto, creo que Cristo fue demasiado compasivo. Yo le hubiera dicho, “¿Sólo la mitad? ¿Y qué pasa con el otro cincuenta por ciento? Y ¿qué quieres decir con ‘Si le he defraudado a alguien’? Habla claro.” ¡Pero, no! Jesús declara salvación para toda la casa de Zaqueo y, lo crea usted o no, le llama un “verdadero hijo de Abrahán.” Y ni una palabra más. “El Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido.”
Y así, otra vez, mi insignificante prudencia, mi supuesto sentido de justicia, se empequeñece ante la sabiduría, ante quien el universo entero se reduce a algo tan pequeño como un grano de arena o una gota de rocío. Desde luego, Dios no se fija en nuestros pecados para que así podamos arrepentirnos y de este modo cambiar.
Así es la misericordia infinita.
Pues amas todo cuanto existe y nada aborreces de lo que has hecho; pues si tú hubieras odiado alguna cosa, no la habrías formado. ¿Y cómo podría subsistir nada si tú no quisieras; o cómo podría conservarse sin ti? Pero a todos perdonas, porque son tuyos, Señor, amador de las almas.
Esto incluye a Zaqueo. Y nos incluye a nosotros también.
Lo que nos enseña el Libro de Sabiduría es que ni siquiera existiríamos si Dios no nos amara, El mismo hecho que vivimos sin causar nuestra propia existencia es prueba de que somos creados por amor. No podríamos haber sido creados, no podríamos sobrevivir ni un momento, de no haber sido amados y deseados.
Nosotros los hermanos y hermanas de Zaqueo, dotados más espléndidamente que cualquier otra criatura, tenemos un don extra. Es más deseable que la grandeza de las montañas, más emocionante que la velocidad de la gacela más fina. Dios, ese amante de las almas, desea, ante todo, dejarnos este don a nosotros. Es el don que compartimos con Zaqueo, por muy ricos o pobres, jóvenes o mayores, virtuosos o pecadores que seamos. El don de una pregunta que reside en el corazón de nuestro ser. Y aún cuando pasamos por tiempos bien difíciles, subimos al árbol para saber cual podrá ser la respuesta.