Cuando los nativos de este continente hicieron sus portes, cargando cayucos entre río y río, la belleza de las flores que cubrían los prados de Illinois los dejaron asombrados. Estas flores, las que después fueron tratadas por los colonos como un obstáculo para la siembra del trigo europeo, habían sido utilizadas por los indígenas como fuente de comida y medicamentos. La ignorancia, la que siempre significa el rechazo de conocimientos nuevos, negó a los colonos la posibilidad de aprovechar las plantas para el bien de sus hijos.
El mismo proceso sucede hoy en los bosques de las Américas. Los Estados Unidos ya ha talado los árboles de su costa oriental y sigue ahora con la occidental. Se vende la selva completa para el provecho de unos cuantos. Nadie piensa en la importancia de los árboles que absorben las lluvias y evitan las inundaciones. Nadie busca la renovación de la selva como recurso mundial.
En Panamá, el gobierno regaña al campesino que quema el monte para sembrar y, a la vez, les da licencia a las empresas multinacionales para que quiten cada palo de caoba de sus bosques.
La biósfera de la selva tropical no vive en el suelo sino en las ramas de los árboles y, una vez talado el bosque, no será posible renovarla. Toda la vida tropical se viene abajo con los árboles caídos. No queremos comprender cuánto nos podría regalar la Tierra si la trataramos como hermana y no como enemiga. Parecemos no entender las palabras del Génesis cuando nos dicen que volveremos a la Tierra de donde habíamos salido. En la lengua hebrea, la raíz de la misma palabra, Adán, significa a la vez el ser humano y la Tierra. Lo que Dios dice al ser humano no desalienta, sino fortalece nuestra relación con la realidad que nos ha producido. Nuestra relación con la Tierra, con sus cielos y mares, se manifiesta de muchas maneras: la facilidad con que los recién nacidos se acomodan en una piscina y la semejanza química entre las aguas del mar y el líquido amniótico de la matriz de una madre.
Isaías el profeta nos dice cómo hacer florecer la Tierra. No es la Tierra que debe cambiar, sino nosotros. Somos los enemigos de la tierra porque la hemos intentado esclavizar. La Tierra es el origen de nuestra vida física y psíquica como Dios es fuente de la vida espiritual. La Tierra nos alimenta como una madre alimenta a sus hijos, pero, si insistimos que ella sólo dé de comer a los ricos, ella misma se pondrá rebelde. ¿Cómo nos atrevemos nosotros hacer esclava de nuestra madre?
¿Y para remediar los males que hemos provocado en esta única casa de nuestras culturas? Quizás debemos comenzar a utilizar menos carbon en la casa y las industrias. Hasta nuestra respiración, necesidad para toda la humanidad, no se hace sin el peligro de causar un tumor. La luz del sol, fuente de toda energía, ya nos convierte la sangre en cáncer. Los cambios venenosos que hemos provocado en el ambiente nos hacen daño hoy y nos quitan oportunidades futuras para buscar comidas y remedios en las selvas y prados. Los medicamentos tomados para normalizar la presión de la sangre o regular el golpe medido del corazón se fabrican de las yerbas y raíces de llanos sin cultivar. Las pastillas azules que nos calman a pesar de las presiones del trabajo y familia se han cosechado de las selvas tropicales de la India, Centro América y Brasil. Una savia exprimida de un arbusto panameño me restañó el flujo de sangre después de una cortada de machete. Otros regalos se esconden en los árboles de la selva y lo hondo del mar, cosas para nuestro bien de que no sabemos todavía.
Pretendemos controlar el desarrollo de la creación como si fueramos los dueños de todo. La verdad es que no sospechamos todavía lo que el mundo contiene. Pensamos que sólo lo que hemos creado tiene valor. Así seguiremos construyendo centros comerciales sobre las mejores tierras aluviales y envenenando los ríos, lagos y mares con nuestra basura.
Santiago Apóstol explica lo importante de la lluvia; Juan Bautista nos envía a ver florecer el desierto. Si comprartieramos estos sentimientos y agendas, celebrando el don de amor que Dios regala al mundo, ¡qué benditos seríamos nosotros! Cristo nos llama a ser signo de la gloria de Dios por ser comunidad. Sólo así pueden reflejar esa gloria el sol, luna y las estrellas, la Tierra, los ríos y mares, las lomas llenas de pasto o las montañas que brotan agua. Para que esto sea cierto, nosotros nos debemos unir y así hacernos una sola realidad con nuestra Tierra, el regalo más grande que Dios nos ha dado.