Juan Bautista decía que el Reino de Dios estaba cerca. Hablaba a los que temían ser excluídos del cortejo de trompetas sonando y niños cantando al llegar nuestro Dios. ¿Cómo participar en el evento?
La respuesta de Lucas fue sencilla. Hay que olvidarnos del pasado y comenzar desde ya a vivir como si Dios y su Reino hubieran llegado. Aunque sea cierto que sólo Dios lo trae a plenitud, todo cristiano ya debe vivir sus valores. Jesús, por su vida, muerte y resurrección, es la prueba palpable de sus posibilidades.
Según el evangelio de hoy, el Bautista habla, no sólo a sus contemporáneos, sino a todos los que le siguen en la historia, a los que esperan la plenitud de los días por motivo de nuestra esperanza y a pesar del miedo común.
Ya conocemos el mensaje: que el Reino de Dios está entre nosotros y que Dios influye toda palabra y acción nuestra con sus valores.
Dios no espera ver en nosotros hechos milagrosos, sacrificios terribles ni ayunos que nos desmayan, sino una vida consciente de agradecimiento y compartimiento, revelando la vida del Resucitado en todos. ¡Qué normal lo que pide el Bautista! La persona con dos abrigos debe regalar uno a la persona que no tiene. Los que se sientan en mesas sobrecargadas deben compartirlas con el hambriento. El cobrador de impuestos no debe estafar al pagador y el oficial de policia no debe maltratar al sospechado.
Son verdades, pero, ¿quién se encuentra con disposición de abandonar los vicios del poder y egoísmo, el intento de aprovechar de la burocracia y la riqueza?
¿Podemos decir que nunca hemos mentido a un niño o jamás sacado algo ajeno del taller en donde se trabaja? ¿Se explica el gasto del sueldo en una cantina? ¿O lo que pasó con la mitad del bono navideño? ¿Hay motivo para jamás votar o no enseñar al joven lo importante de analizar y escoger?
Vivimos en un mundo que tambalea y confunde. Jesús nos dice que el Reino de Dios está por llegar, que Dios llegará para ajustar todo y actuará a favor de los pobres, no excluyendo a nadie. Aunque nos llamemos cristianos, no creemos en lo que Jesús cree: que la gloria de Dios podrá venir y vendrá.
Vivimos aquí en La Merced, el pueblo de Dios y de Cristo, reunido para soñar con un mundo diferente y ver ese mundo por los ojos del Señor, actuando con justicia, amor y gracia como si Dios ya nos hubiera traído todo. Somos un pueblo sacramental que, a pesar del hambre, la muerte y las guerras, se atreve vivir un futuro por adelantado.
Hagan, por favor, una pequeña reflexión; ¿cómo será ese Reino de Dios, el que llega acompañado de nuestra humanidad ya transformada por el deseo y modelo de la vida de Jesús? Siempre en la historia de nuestra salvación, las personas que se brindan para los cambios profundos serán asumidos en el mismo Hijo del Hombre, apareciendo con él para juzgar el mundo y liberar al oprimido. La subversión del desorden debe ser el propósito del cristiano; revelamos que el principio y fin de todas las cosas no se fundamentan en un gusto particular nuestro, sino en Aquel que nos ha creado y nos eleva a la madurez.
Ya debemos volver a casa para atender lo más importante, la realidad desnivelada que nos hace deshonestos y nos cubre con el manto del miedo. Si esperamos todavía el nacimiento de un niño, debemos, por lo menos, entender que éste tendrá que nacer entre nosotros, el fruto de nuestra siembra y diálogo. Si soñamos con que todo lo esperado se realizará un día, ¿no debemos aceptar el reto de cambio para con nuestras relaciones? ¿Qué nos prohibe penetrar nuestras vidas con un aprecio y un amor, con el deseo de incluir en lugar de apartar, con una fe de que la vida se va a mejorar porque nosotros mismos nos estamos reuniendo para hacerla así?