No se preocupe; sea feliz. Así nos han aconsejado siempre durante el tercer domingo de Adviento. Celebre por lo alto sus regocijos. Alégrese. Anímese.
¿Y si le faltan las ganas? Y ¿qué pasa si uno se encuentra asediado, agobiado, ansioso, cansado, apretujado o a solas?
A veces la cosa menos útil que se puede decir a una persona triste es “levanta ese ánimo.” Pero da la impresión que esto es exactamente lo que la liturgia de la Palabra insiste que hagamos. Sofonías les dice a un pueblo acobardado y desalentado: “No teman, no se desanimen… Dios gozará de ustedes con alegría.” Así de fácil.
Como si quisiera refregárnoslo por las narices, el salmista nos manda que gritemos de regocijo, que estemos seguros y que no tengamos miedo a pesar de nuestros temores y debilidades. Bien se podría decir, “Que pase buen día,” o repartir placas decoradas con sonrisas para llevar en la solapa.
San Pablo es igual de insensible. A una comunidad temerosa e inquieta que pelea entre sí escribe: “No sean egoístas. Disminuyan la ansiedad en sus mentes. Simplemente tengan confianza en Dios y preséntenle sus necesidades.” Se supone que entonces la iglesia estará colmada de paz, entendimiento y armonía.
¿Y si no funciona? ¿Qué pasa si el Adviento no trae esta alegría? ¿Qué pasa si las cosas empeoran o si no se quita el dolor?
Los temas del Adviento de la alegría y de la esperanza pueden molestar a las personas que se sienten debilitadas. Cuando se encuentra agobiado por las vanidades del “ego” o la carga de ansiedades, la alegría forzada y el júbilo enlatado le disgustan a cualquiera.
Pero el Adviento se enfrenta precisamente con nuestras debilidades, nuestras pérdidas, nuestra tristeza y nuestra carga de pecados y nos llama a abandonarlas. De alguna manera, debemos reírnos para olvidarnos del patetismo de nuestra propia melancolía. Debemos eliminar nuestra sensación de exilio, nuestra reclusión estrecha, la escoria de nuestros remordimientos psíquicos quemándolas con el fuego del amor.
Las mismas multitudes con que se encontraba San Juan Bautista tenían pocos motivos para alegrarse. Al ser conscientes de su propia necesidad de liberación, experimentaron un rayito de anticipación de que tal vez fuera el Mesías. Les aconsejaba actuar con justicia y honestidad, pero la promesa de que habló iba algo más allá de lo que esperaban o deseaban: “Yo les bautizo en agua, pero va a llegar otro que es más fuerte que yo. El les bautizará en el Espíritu Santo y en fuego. En su mano tiene el bieldo para limpiar la era y almacenar el trigo en su granero, mientras la paja la quemará con fuego inextinguible.”
Antes yo pensaba que este pasaje se refería al contraste entre los
salvados y los condenados.
Yo rezaba por estar en el granero feliz, no ser quemado en el fuego.
Pero esta es una mala interpretación de las palabras del Bautista. El fuego forma parte del bautismo en Jesús y su espíritu. El fuego no es el destino de los condenados, sino el refinamiento de los bendecidos. Todos tenemos nuestra paja, nuestra basura y nuestros desperdicios. Y es el fuego de Cristo que nos los quitará. Las cargas que llevamos no nos hacen indignos del mensaje del Adviento. Nos califican como candidatos excelentes para recibirlo.
La única salida del purgatorio de Dante era una pared de llamas. Una vez que el amor quemó todo el dolor, al otro lado estaba el Paraíso, pura alegría.