“Guarden mis mandamientos”
"Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud. No tendrás otros dioses más que a mí. No te harás ídolos, ni figuras de ninguna forma…”
Si se piensa bien, los mandamientos parecen tener un lenguaje casi extraño, anticuado. Uno de mis estudiantes de la clase de ética incluyó de manera algo burlona en su lista actualizada de “mandamientos para América:” “No cometa adulterio sin usar condón.”
Somos un pueblo predispuesto a poner excepciones y a dar excusas. El contexto, la individualidad, la decisión personal y la realización privada dominan el discurso moral. Hablando filosóficamente, somos una nación de pragmáticos y libertarios. Entonces, no nos debe sorprender que los mandamientos nos parezcan raros porque ignoran nuestro placer y, en su lugar, nos ofrecen imperativos.
Nos molestan los límites. Especialmente los límites morales. Nos quejamos de los que nos hacen sentir culpables y de la tiranía de los remordimientos. Pero, como ocurre frecuentemente, tenemos más cuidado con los pecados que conllevan el menor riesgo de que los cometamos. No es cuestión de que seamos un pueblo de remordimientos y escrúpulos. No somos ascetas abnegados. No nos sentimos encarcelados por el sentido moral. Es exactamente al contrario.
Luchamos contra límites. Nos irrita cualquier cosa que nos responsabiliza y nos recuerda nuestros deberes. Esto no sólo representa una amenaza a los que nos rodean, sean naciones o vecinos. También presenta problemas para Dios. Cuando los seres humanos o los países se engañan por pensar que no tienen límites, pronto comienzan a considerar que ellos mismos son dioses.
Pero los Estados Unidos no ha sido la primera nación, ni sigue siendo la única, que sirve de ejemplo del excepcionalismo moral. El cristianismo mismo se puede interpretar como una historia de hacer excepciones a la ley de Dios. Se agotaría uno intentando contar las excepciones que los cristianos han hecho al mandamiento de no matar: y no solamente las excusas más conocidas de matar en defensa propia y de matar por la seguridad nacional sino la venganza, el rango social, el racismo, el estorbo, la falta de tolerancia religiosa, el dinero, y “para mantener nuestra manera de vivir.” Y esto es sólo se uno de los mandamientos.
Nos molestan todos los mandamientos. Nos ponen incómodos las leyes, los deberes y la responsabilidad.
Hay que reconocer que estos conceptos pueden representar una carga intolerable; pero algunos de nosotros parecemos incapaces de valorar cualquier ley que no hayamos creado nosotros mismos. Al principio, mis estudiantes de filosofía ética se horrorizan por la visión moral de Immanuel Kant por su insistencia en la excelencia moral del deber. Para Kant, en efecto, los actos humanos sólo reciben aprobación moral si se hacen por deber y no simplemente como deber. Creía que nuestra felicidad tenía poco o nada en absoluto que ver con la dignidad moral. Para nuestra conciencia cultural, su idea representa una herejía total. Aún así, si se consideran sus observaciones, presentan un fuerte argumento para la nobleza de seguir un mandamiento por deber.
Kant nos preguntaría: ¿Quién es más sublime moralmente? ¿El esposo fiel porque está contento y satisfecho o el esposo que sigue fiel a su deber a pesar de encontrarse en una situación de muchas dificultades y privaciones? ¿Quién es de verdad una persona moral? ¿La mujer que sigue viva porque goza de la vida o la mujer que sigue viviendo aún con dolor y tristeza porque es su deber honrar el don que Dios le ha otorgado?
Dios no nos aconseja que no matemos. Dios nos lo ordena. Y es un mandamiento que no se basa en el hecho de que seamos felices y productivos, o si tratamos a los amigos, los parroquianos, los buenos compatriotas, o los inocentes. Aun así todos nosotros hacemos excepciones; tanto los judíos antiguos como el estado israelí de hoy, tanto los cristianos medievales como los católicos de ahora, tanto Kant como Santo Tomás de Aquino. La historia nos sirve, dijo Hegel, poco menos que una piedra de matanza.
Hay más de una paradoja en todo esto. Se puede decir que cada uno de los mandamientos no es un decreto externo e irracional de un Dios extraño. Más bien cada uno es una expresión de la verdad que Dios ha creado en nosotros. Si adoramos a ídolos o a nuestro trabajo, si codiciamos a una persona o una propiedad, si no respetamos a los que nos han dado la vida, no sólo rechazamos la ley de Dios, destruimos lo que somos. Porque el deber que Dios nos ha impuesto no viene de la racionalidad pura de Kant ni de una legislación arbitraria de un dios lejano. Es el deber de ser fieles a lo que somos---seres limitados pero amados.
Para los cristianos, Jesús es la nueva ley, la ley de Dios encarnado. No sólo es “Dios verdadero,” como reza nuestro credo; es “un ser humano verdadero.” Su vida, como los mandamientos mismos, puede ser un escollo y algo absurda para nosotros a veces, pero de todas maneras la proclamamos como nuestro camino y nuestra verdad. Los mandamientos, todos incluidos en el nuevo mandamiento de amar a Dios y al prójimo, pueden parecer una locura, pero la locura de Dios es más sabia que las condiciones que inventamos los seres humanos.
Siempre continuaremos luchando con todo esto. Y como Jesús mismo ha prometido permanecer entre nosotros, podemos pedirle que nos cure de nuestra culpabilidad.
Pero debemos estar prevenidos. Nos puede venir con palabras tan severas como las que dirigió a la gente que profanaron el Templo. “Lo han convertido en una cueva de ladrones.”
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