Nosotros, también como ella, somos
discupulos improbables.
Ella llegó al pozo para buscar agua. Su
costumbre era siempre llegar bajo el sol fuerte de
mediodía para no tener que ver a sus vecinas del
pueblo. Pero hoy hubo algo diferente. Sus ojos
protegidos del sol por el chal judío que llevaba
puesto, un hombre estuvo sentado al borde del pozo. Ella
colocó su tinaja frente a él,
preparándose para sacar el agua cuando él
le habló:
“Dame de beber”.
Después de la conversación que
siguió la solicitud de Jesús, nada
quedaría igual para ella ni tampoco para
nosotros. Jesús había marginado las
consideraciones de sexo, raza y religión para
decirle a la mujer samaritana lo que ella podía
tener al sólo pedirla, la misma vida de Dios.
La conversación entre ellos tomó en cuenta
su pasado y la liberó de sus consecuencias. Ese
diálogo, al borde del pozo de Jacob, reflejaba,
no sólo la vida particular de esta mujer
samaritana, sino la realidad histórica de todo su
pueblo. Como ella había tenido cinco maridos,
también ese pueblo, buscando seguridad, se
juntaba con muchos dioses. Como ella se escondía
de sus vecinas, toda Samaria había caminado con
tradiciones oscuras, buscando una vida sin comunidad.
Como ella, todo su pueblo fue oprimido por su pasado. En
su conversación, Jesús le ofrecía
un proceso de liberación para ella y su pueblo;
en nombre de todos, ella acepta la posibilidad y
aprende. Los samaritanos llegarían a formar la
comunidad del cuarto evangelio. Los Hechos de los
Apóstoles narra su transformación
evangélica (Hechos. 8). El pasado de los
samaritanos como pueblo desplazado será borrado
por el agua viva del Espíritu de Dios y por la
revelación de Jesús como su fuente.
Uno ve claramente cómo y por qué los
primeros cristianos utilizaban este texto para el primer
escrutinio de los que se preparaban para unirse a la
comunidad y vida cristiana en la Vigilia Pascual. Los
que plenamente aceptan a Cristo, llegan a ser
“la gloria” o
“la manifestación” de Dios
en el mundo por su unión en los compromisos
ministeriales (Jn. 17).
En el Cristo resucitado, la mujer samaritana, su pueblo
entero y nosotros encontramos al verdadero esposo que
nos llena de su propia vida y del Espíritu que le
entrega el Padre. Ya bañados en las aguas
bautismales y sellados por el aceite perfumado,
abrazamos la vida que es de él y de Dios; esta
vida, que es el Espíritu, compenetra todo. Es
como el agua del río que corre y cambia todo lo
que encuentra en su camino, nuestras relaciones y
posibilidades, nuestro presente y futuro.
Este domingo, el tercer domingo de la cuaresma, se les
hace el primer escrutinio, no sólo a los que se
confirmarán como cristianos nuevos, sino
también a nosotros, los solidarios con ellos.
¿Cuál será nuestra respuesta a las
preguntas? ¿Hemos sido fieles al compromiso con
el reino de Dios y con su justicia? ¿Hemos vivido
como Cristo en el mundo, no buscando ni poder ni
comodidad, sino amando sin condición al
prójimo?
En el mundo de hoy, hay conflictos entre el reto
ofrecido por Jesús a la mujer samaritana y la
práctica de nuestra Iglesia. Jesús, como
ya vimos, elimina el sexismo, racismo y fanatismo
religioso para llegar a las verdaderas posibilidades
ministeriales de la mujer como discípula y
testigo. Él hará lo mismo con la mujer
acusada como adúltera. Jesús defiende a la
mujer, aprovechando las mismas piedras que los
acusadores quieren usar para matarla y la hace
discípula de él y ministra de la
misericordia de Dios, invitándola a amar
perfectamente.
La mujer del pozo cambia de ser mujer temerosa,
difidente y agresiva, llegando a ser discípula,
amante y maestra. Ella escucha, conversa y aprende. Su
alegría la lleva a confrontar a sus vecinos,
diciéndoles lo que había encontrado en
Jesús. Es su paso de fe, para nosotros
también si nos atrevemos vivir en el
Espíritu que nos da entrada a la comunidad de
Jesús. Nosotros, también como ella, somos
discípulos improbables.
Nosotros, los bautizados y confirmados, nos reunimos
para expresar nuestra fe en la resurrección y en
la vida de Dios, nuestro don compartido. Si no formamos
la comunidad que nos permite organizar como personas,
familia y vecindario, si no damos tiempo a los
demás, aceptando responsabilidad por nuestra
existencia, no tenemos el derecho de decirnos fieles. El
apóstol Pablo nos compromete a tumbar las
estructuras que mantienen el sexismo, el racismo y la
pobreza (Gálatas 3,26-29) y a manifestar
los frutos del Espíritu hasta ver su cosecha en
nuestra propia comunidad (Gálatas 5,22).
Vamos para adelante con la mujer del pozo.
P. Donaldo Headley
Donaldo Headley
se ordenó al sacerdocio en 1958. Se
graduó con MA en filosofía y STL
en teología de la facultad pontifical
del seminario de Santa María del Lago
en Mundelein, Illinois.
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