Según Isaías, “El pueblo que andaba en la oscuridad vio una gran luz; la luz resplandeció sobre los que vivían en densas tinieblas. Multiplicaste la alegría, has hecho grande el júbilo.” Nosotros los cristianos consideramos que esta es una profecía no sólo de la venida de Cristo, sino también de su pueblo.
Aún así a menudo en la vida de la Iglesia, se divide a Cristo en pedazos, y el cantar de su pueblo es cacofonía. Las divisiones afligen a las varias tribus cristianas. La barra del supervisor, que Jesús profetizó que se rompería la empuñan facciones que piensan que monopolizan a Cristo.
En la Iglesia católica, frecuentemente va algo así: Yo soy de Ratzinger. Yo soy de Rahner. Yo soy del Papa. Yo estoy a favor de las manifestaciones. Yo estoy a favor de la restauración. Yo estoy a favor de la reforma. Yo estoy a favor de las mujeres. Yo estoy a favor de la tradición.
Nos olvidamos de una cosa: ¿Nos han salvado Ratzinger y Rahner? ¿Fue crucificado el Papa por nosotros? ¿Nos bautizamos en nombre de la tradición o de la reforma?
Los partidarios, tanto si vivieron en tiempos de San Pablo como si viven ahora, “son de” alguien que no es Jesús. Algunos piensan que Pablo posee la verdad. Otros se aferran a Apolo. Otros prometen su lealtad a Pedro. Pero Pablo no quiere tener nada que ver con esta manera de pensar.
En el evangelio de San Lucas, Jesús sale de Nazaret para Cafarnaún para cumplir con la promesa de llevar luz al Jordán. Predicó que el Reino de Dios requiere reforma. Efectivamente así es. Así fue para la iglesia de Pedro y Pablo. Y así es para nosotros hoy en día.
En la vida “siempre transformante” de la Iglesia, hay por lo menos dos principios que parecen ser importantes. Primero, cada uno de nosotros, desde el Papa hasta el pobre, desde el teólogo hasta el activista, desde los abuelos hasta los niños, permanece humildemente ante Dios como pecador o pecadora llamados a la conversión y la salvación en Jesucristo. No puede haber ninguna otra base ni ningún otro principio de los cuales podemos abordar nuestros dones o deficiencias diferentes.
Segundo, es bueno recordarnos de la clase de persona que Jesús eligió para ser apósteles: de los hermanos pescadores, Simón y Andrés a Mateo y a Juan, todos tenían sus defectos pero también su gracia. Llegarían a curar a la gente y a predicar de un reino que atraería a millones a Cristo. Y lo que siempre les ayudaba a superar las diferencias era el conocimiento seguro que pescaban en nombre de Cristo, no en el suyo.