Este domingo es el cuarto dentro del ciclo de seis
domingos del tiempo cuaresmal. En la Iglesia primitiva
era el domingo de los segundos escrutinios; es decir,
hoy se votaba, por segunda vez, entre los cristianos
miembros de la comunidad para decidir qué candidatos al
bautismo debían ser aceptados y cuáles dejados otro año
más en observación y prueba.
La primera lectura de la Misa, del segundo libro de las
Crónicas, nos habla de la compasión de Dios a la que el
pueblo responde empecinándose en el pecado. La actitud
permanente de Dios es compadecerse del pecador y del
pueblo pecador; la actitud del pueblo pecador es
empecinarse en el pecado cada vez más. Dios manda
mensajeros y profetas, el pueblo se niega a oírlos. La
misericordia de Dios llega a liberar al pueblo de sus
opresiones a pesar de la falta de merecimiento por parte
del pueblo, y eso porque el amor de Dios es
incondicional.
En la segunda lectura de la Misa, tomada de la carta del
apóstol Pablo a los cristianos de Éfeso, se recalca la
idea anterior de tal manera que resulta indubitable. El
Dios que se nos revela en Cristo, el Dios cristiano, es
un Dios rico en misericordia. Es un Dios que nos ama
siendo nosotros pecadores, porque nos ama no porque
nosotros seamos buenos, sino porque Él es bueno.
San Pablo nos dice, y eso es palabra de Dios, que, en
Cristo, nosotros, aunque todavía sea en esperanza, hemos
recibido la vida de Dios, hemos sido resucitados y hemos
sido sentados en el trono del Reino con Cristo y en
Cristo. El Reino no es una esperanza inútil; si creemos
que Dios resucitó a Jesús, tenemos que creer que Dios
nos resucitará con Él, cuando venga la resurreccíón
general de todo el cuerpo de Cristo. Si creemos que Dios
ha entregado su poder a Cristo y lo ha hecho rey del
Reino de Dios, tenemos que creer que nos hará reinar con
Él, y que eso nada ni nadie puede impedirlo en forma
definitiva.
Lo que Pablo nos dice aquí debiera ser cuidadosamente
meditado por esos profetas de la continua rabia
de Dios, debiera ser reflexionado por todos los que
anuncian continuamente castigos enviados al mundo por un
dios colérico que no tiene nada que ver con el Dios
misericordioso que se nos revela en Cristo y en esta
predicación de San Pablo.
La tercera lectura de la Misa, sacada del Evangelio
según San Juan, no hace sino subrayar el amor
indefectible de Dios, del Dios que se nos revela en
Cristo y en esta predicación de San Pablo.
San Juan nos dice que Dios ama al mundo pecador no
porque el mundo sea bueno o porque pecar sea bueno, sino
porque Dios es bueno. Dios, dice San Juan, no mandó a su
Hijo ni para juzgar ni para condenar, sino para que el
mundo se salve por Él.
Dios ama al mundo de tal manera que está dispuesto a dar
su sangre (su Hijo, según la mentalidad judía)
por él; ¿cómo podemos nosotros despreciar, minusvalorar,
o rechazar aquello que Dios ama tanto y por lo que
considera bueno dar su sangre? Tengamos en cuenta la
reprimenda que recibe San Pedro por este mismo motivo y
asunto en el libro de los Hechos de los Apóstoles (10,
9-15). Allí podemos leer cómo Dios le reclama a Pedro, y
a través de Pedro a todos nosotros, ¿con qué derecho
llamamos nosotros impuro, negativo, maligno, a todo
aquello a lo que Dios ha hecho bueno?
Notemos lo interesantes que son, en el Evangelio según
San Juan, todas las alusiones al juicio. Si algo deja
claramente establecido el Evangelio según San Juan es
que Jesús no juzga y que, en cualquiera de los casos, el
juicio final, el juicio definitivo, ya pasó. En el
Evangelio de esta Misa oímos decir claramente que Jesús
no ha venido ni a juzgar ni a condenar, sino a salvar. Y
si Jesús no juzga, ¿quién se atreverá a hacer juicios,
sobre todo después de que Jesús mismo nos dice en el
Evangelio que no juzguemos y no seremos juzgados? En el
mismo Evangelio de esta Misa se dice que el que cree en
Jesús no pasa por ningún juicio. Y se agrega que el que
niega a Jesús ya está juzgado y, por lo tanto, no pasará
(porque no lo necesita) por otro juicio. En el
Evangelio según San Juan, capítulo 12, se dice que el
juicio definitivo del mundo se realizó en el momento de
la muerte de Jesús.
Preguntémonos para terminar: ¿De qué Dios hablamos y
predicamos nosotros?, ¿del Dios misericordioso, amor
incondicional, capaz de dar su vida por nosotros, o del
dios colérico, juzgador y condenador? ¿Hablamos de Dios
tal como nos lo revela Cristo o hablamos de un dios que
no tiene nada que ver con el Dios que es amor y que es
el Dios que se nos revela más en los actos que en las
mismas palabras de Jesús? ¿Qué concepto tenemos nosotros
de lo material y carnal?, ¿el concepto que Dios tiene
(algo que Él ha tomado y lo ha hecho suyo para siempre)
o lo miramos con sospecha y negatividad, quizá muy bien
intencionada, pero no evangélica?
Alejandro von Rechnitz G.
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