Para nosotros que la queríamos ayudar, Dorinda fue
maestra.
¿Preferirías ser sordo o ciego? He
escuchado la pregunta varias veces; más duele
cuando está en la boca de niños ciegos o
sordos que uno quiere. Hay que contestarles con
sinceridad: ni sordo ni ciego. La pregunta,
aunque trate de un problema físico, más
concierne la independencia y la libertad.
Dorinda Samaniego era una de estos niños.
Tenía seis años cuando su abuela
decidió que la oscuridad exterior no tenía
porque opacar sus luces interiores. Sus ojos parecieron
claros, pero no veían. A la vez que estos
niños estudiaban en los colegios del barrio y
asistían en clases dadas por el Instituto
Panameño de Habilidad Especial, ellos
vivían en hogares sustitutos de la comunidad.
Dorinda fue alumna excelente. En seis meses, ella
manejaba el sistema de Braile y sacaba buenas notas en
las materias normales; a la vez, ella aprendía
poco a poco las mañas importantes para que la
persona invidente pudiera sobrevivir en una sociedad de
videntes.
Dori ahora va terminando sus estudio universitarios y es
locutora para un programa de música
folklórica panameña. Para nosotros que la
queríamos ayudar, Dorinda fue maestra. Ella, con
los otros niños y niñas de algún
modo impedidos, nos mostraron lo que ellos por necesidad
tenían que aprender: cómo defenderse en
contra de los que querían siempre hacer de ellos
sus dependientes.
Daba placer ver a Dorinda aprender y dolía verla
enojarse cuando otros la querían controlar.
Sufrí con otros sus respuestas cáusticas a
nuestros intentos más tontos de ayudarle.
Ella insistía en compartir las tareas del hogar
sustituto. Ella barría toda la casa,
quitándose las chancletas para sentir bien el
polvo del piso, y la dejaba toda nítida y pulida.
Su rincón de la casa fue siempre arreglado y su
ropa ordenada según la capacidad investigadora de
sus dedos y los colores o gustos que ella
prefería. Adelina, su madre sustituta, le
había enseñado organizar y adornarse para
el mejor efecto posible en los demás - colores
con colores y si la blusa le quedaba o la falda fue muy
larga o muy corta. A los quince años, ya manejaba
las atenciones de varios muchachos amigos y uno de
ellos, excelente músico, le compuso un canto que
llegó a ser muy popular. Fabio, el esposo de
Adelina, la llevaba al colegio, pero ella tenía
ganas de ir sola e independiente.
Dori seguía creciendo con una visión de la
vida que hace falta para muchos de nosotros que
insistimos en que vemos. Tenía el carácter
fuerte de la abuela y aprendía aprovecharlo por
medio de conversaciones con Adelina. Ella logró
organizar, no sólo a los compañeros
invidentes, sino también al grupo de los
niños sordos para protestar la falta de
atención de los administradores del IPHE, el
Instituto de Habilitación Especial. A estos se
les había olvidado sacar el tiempo para
enseñar a los jóvenes el uso del
bastón para ciegos y, sin el bastón, era
imposible para ellos mobilizarse solos. Los
jóvenes, con Dorinda como la chispa, se enojaron;
ella los juntaba, hablándoles sobre las fallas de
las autoridades tan necias. Al fin, los jóvenes
tumbaron a varios y lograron una reorganización
del despacho de la institución.
Era su lucha para ganar la independencia. Los
jóvenes habían aprendido a ver y
oír, no físicamente, sino con su
inteligencia y corazón. Ellos querían una
vida, no a medias, sino plena. Querían ser gente
creadora y libre, organizadora y responsable. Ellos
rechazaron siempre las manos de otros que los
querían apoyar sin necesidad. Desearon abrir
caminos propios y, en el caso de los sordos, buscaron
establecer medios propios de comunicación por su
vista y por señas. La libertad de moverse o
comunicarse es fácil y común para nosotros
que vemos y oímos; pero esta facilidad
común es capaz también de quitarnos una
sensibilidad a las consecuencias serias de estos dones.
¿Sabemos o no que estos regalos se dan para
nuestra liberación?
El ciego de la historia evangélica de este
domingo enseñó a los demás la
necesidad de enfocar la vista. El reconoció,
cuando otros no podían, la claridad con que
Jesús veía la sociedad y la
hipocresía de ella, la importancia de la verdad
crítica, de la decisión cortante y la
libertad responsable. El habló y
enseñó a todos los que se habían
equivocado por pensar que sí, podían
ver.
La vista de Cristo nos disipa la niebla de la
circunstancia y el miedo. Siento la necesidad de ver
como Cristo ve y, una vez lograda esa visión de
él, quizás podré comprender las
otras cosas que Dori nos quería
enseñar.
P. Donaldo Headley
Donaldo Headley
se ordenó al sacerdocio en 1958. Se
graduó con MA en filosofía y STL
en teología de la facultad pontifical
del seminario de Santa María del Lago
en Mundelein, Illinois.
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