El diagnóstico que nos acaban de dar es fatal;
la enfermedad apareció de repente y no hubo
tiempo de prevenirla. Fue un accidente horrible; nadie
esperaba que muriera tan joven. En el cruce de balas lo
hirieron y quedó parapléjico; le espera
una vida entera de sufrimiento. La ecografía dice
que el niño va a nacer con una deficiencia grave;
será una carga pesada de llevar para toda la
familia. Noticias como estas no se las desea uno a
nadie. Pero llegan muchas veces. Y siempre, sin avisar.
El dolor en este mundo es muy grande y toca, más
tarde o más temprano, a nuestra puerta, y entra
sin pedir permiso.
“Cuando le pasan cosas malas a la gente
buena” es el título de un libro escrito por
un rabino norteamericano que vio nacer a uno de sus
hijos con una penosa enfermedad, que lo
acompañó hasta su muerte, a los catorce
años; murió sin saber por qué
él y sus padres, habían tenido que sufrir
tanto. Desde luego, este libro no logra explicar del
todo el origen del mal en el mundo, pero sí nos
ayuda a entender algunas de las situaciones que viven
aquellas personas que han sufrido injustamente. Es un
buen intento por darle un sentido al dolor del
inocente.
Los discípulos, viendo al ciego de nacimiento, le
preguntan a Jesús: “¿Por qué
nació ciego este hombre? ¿Por el pecado de
sus padres, o por su propio pecado?”. Esta
pregunta aparece siempre ante el dolor y el sufrimiento
del inocente. Buscamos la culpa en alguien. Buscamos
alguna explicación, algún sentido al
dolor, porque no nos cabe en la cabeza que no haya una
causa que lo explique. Pero siempre, las explicaciones y
los razonamientos que hacemos se quedan cortos. El
sufrimiento desborda nuestros intentos por entenderlo y
explicarlo. Eso ha pasado recientemente con la tragedia
del sudeste asiático y en muchos otros sucesos
que dejan al descubierto nuestra propia contingencia.
La respuesta que da Jesús puede decirnos algo,
aunque hay que reconocer que el misterio sigue
allí, sin aclararse plenamente: “Ni por su
propio pecado ni por el de sus padres; fue más
bien para que en él se demuestre lo que Dios
puede hacer. Mientras es de día, tenemos que
hacer el trabajo del que me envió; pues viene la
noche, cuando nadie puede trabajar. Mientras estoy en
este mundo, soy la luz del mundo”.
¿Qué culpa puede tener el niño al
nacer? ¿Por qué iba a cargar el
niño con el pecado de sus padres? Sin embargo,
esta es la explicación que le damos muchas veces,
al dolor. Necesitamos un chivo expiatorio y lo buscamos
en otros o en nosotros mismos. Tratamos de entender el
origen del mal en algún comportamiento
nuestro.
El dolor y el sufrimiento no se pueden explicar. Tal vez
lo peor que podemos hacer es buscar culpables o
culparnos a nosotros mismos. El dolor es una pregunta
que nos lanza la vida y que nos abre a lo que Dios puede
hacer en nosotros y, a través nuestro, en los
demás. El Señor nos invita a ser una luz
para aquellos que transitan por el camino del dolor,
como lo fue él para aquel ciego que
recuperó la vista después de
bañarse en el estanque de Siloé.
“Después de haber dicho esto, Jesús
escupió en el suelo, hizo con la saliva un poco
de lodo y se lo untó al ciego en los ojos. Luego
le dijo: – Ve a lavarte al estanque de
Siloé (que significa
‘enviado’)”.
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.*
*Sacerdote jesuita, Decano académico de la
Facultad de Teologí
de la Pontificia Universidad Javeriana –
Bogotá
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