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La Palabra que nos compromete
Quinto domingo de Cuaresma
18 de marzo, 2018
Juan Kavanaugh, SJ

Arrepentimiento y Eucaristía
“Ya no recordaré sus pecados.”

Hace varios años, empecé un retiro espiritual de ocho días con más que la desgana habitual. Para mí, los retiros espirituales llevaban a menudo una sensación de aprensión, un viaje hacia una verdad que sería mejor posponer o evitar. La soledad y la oración me obligarían a enfrentarme conmigo mismo de unas maneras no siempre agradables.

Me sentía bastante desprevenido. No creo que había rezado una hora seguida durante los últimos meses. No había cumplido con la oración de la Iglesia en “el oficio” sacerdotal. Me parecía que iban bien mis tareas sacramentales, pero tenía la clara sensación de que lo hacía todo por mi mismo. Resentía que la gente me pidiera ayuda, guardaba celosamente mi tiempo, y estaba avergonzado de mi propio egoísmo.

El director espiritual me dijo: “¡Fabuloso! Así debes de estar cuando te acercas a la presencia de Dios.” Su consejo me pareció semejante al estilo popular del “no se preocupe por nada, sea feliz,” y así se lo dije. Me preguntó:

- Bueno, ¿cómo comienza la Misa? 
- En el nombre del Padre…
- No, ¿cuál es la primera parte formal de la Eucaristía?

No podemos entrar inocentes e intachables en la alianza. Tampoco podemos depender de nuestras buenas obras para ser dignos de esta alianza.
Y, en ese momento, recordé: el rito penitencial. “Señor, ten piedad.” Me había recordado que reconocer el pecado era la condición necesaria para entrar en la alianza de la Eucaristía.

Aún más, he llegado a entender que admitir el pecado es un tema constante que se reitera en cada Misa. No me refiero a la voluntad de “arrepentirse y creer en las Buenas Nuevas” cuando escuchamos la Palabra de Dios, ni al reconocimiento de nuestra incompetencia cuando ofrecemos la oración de los fieles. Más bien, me refiero al reconocimiento continuo de nuestra condición pecaminosa en el momento más sublime de la Comunión.

En el Padrenuestro, oramos que Dios “nos perdone nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”—una propuesta que inspira temor, si se piensa bien.

Tanto si perdonamos como si no, sin embargo, es bien evidente que somos pecadores. Es inevitable. El celebrante le pide a Dios, “No mires nuestros pecados sino la fe de tu Iglesia,” inmediatamente antes de dar la paz. Es una Iglesia pecadora que canta: “Tú que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros.” Es el sacerdote de la Iglesia que reza antes de la Comunión: “Por tu cuerpo y sangre sagrados, líbrame de todos mis pecados.”

El cuerpo y la sangre de Cristo elevados—acercando todas las cosas a Él—“quita los pecados del mundo.” Nos corresponde confesar que aunque no somos dignos, nos sana la palabra de Dios.

Reconocer nuestros pecados no es un obstáculo penoso a la presencia de Dios. Da lugar a la ley de Dios, nos recuerda el Profeta Jeremías, escrita en nuestro corazón. Es la condición de la misma nueva alianza. Es el motivo de la alianza de Jesús. “Este es el cáliz de mi sangre, la sangre de una alianza nueva y eterna. Será derramada por ustedes y por todo el mundo para el perdón de los pecados.”

Prestamos mucha atención a varios elementos de la Misa—el lugar, la música, la homilía—pero me pregunto si realmente tomamos en serio las mismas palabras del rito y sus significados.

De hecho, la Consagración no tiene sentido si creemos que estamos sin pecado. Después de todo, es la representación del sacrificio de Cristo para el perdón de nuestros pecados.

Al admitir nuestros pecados, causamos el cantar de las glorias de Dios. Expresamos la alegría que sentimos al ser llamados al banquete. Aceptamos la nueva alianza, el sufrimiento y la muerte de Cristo en la Eucaristía. Cuando comulgamos, tomamos literalmente la nueva ley, la nueva alianza a nuestros cuerpos y corazones. Y la promesa de Jeremías se realiza en la carne: “Yo soy su Dios y ustedes son míos. Ya no recordaré sus pecados.” Es tan importante recordar por qué Cristo murió por nosotros como es recordar que lo hizo. De hecho, el misterio pascual, así como la Eucaristía, no pueden tener ningún sentido si no llegamos a entender lo mucho que necesitamos a los dos. “Nos has liberado, eres el Salvador del mundo.”

Tanto si es durante un retiro espiritual como si es durante la Misa, es imposible entrar en la presencia de Dios como seres humanos que han llegado donde están por sus propios esfuerzos. No podemos entrar inocentes e intachables en la alianza. Tampoco podemos depender de nuestras buenas obras para ser dignos de esta alianza. Nuestra única contribución a la alianza es reconocer nuestros pecados y confiar en el poder redentor del amor de Dios para sanarnos.

Si nuestra experiencia de la Eucaristía es anodina y aburrida, si la Misa no tiene vida o nos parece ser algo afectada, ¿puede ser en parte porque no tomamos en serio ni nuestro estado pecaminoso ni el perdón de Dios?

Después de todo, las palabras “Ya no recordaré sus pecados” no son ni liberadoras ni emocionantes si la gente cree que no tienen pecados que recordar.

Juan Kavanaugh, SJ
Traducción de Kathleen Bueno, Ph.D.
El Padre Kavanaugh fue profesor de Filosofía en la Universidad de San Luis, Missouri. Su prematura muerte ha sido muy dolorosa para todos aquellos que le tratamos en su vida.
Arte de Martin Erspamer, OSB
de Religious Clip Art for the Liturgical Year (A, B, and C)
["Clip Art" religioso para el año litúrgico (A, B y C)]. Usado con permiso de Liturgy Training Publications. Este arte puede ser reproducido sólo por las parroquias que compren la colección en libro o en forma de CD-ROM. Para más información puede ir a: http://www.ltp.org