Imagínate la confusión de los discípulos.
• Estaba aquí, pero se fue. Ellos habían acompañado a Jesús en su vida pública y habían estado contentísimos. Naturalmente, pensaban que eso duraría para siempre. Pero de repente se fue. No estaban preparados para enfrentar la magnitud de su tortura y asesinato, la destrucción de sus vidas, de su amigo y su Señor. Desaparecido, desaparecido, desaparecido, desaparecido del todo.
• Y luego volvió con ellos. Ya sabemos lo difícil que era la resurrección para los apóstoles. Ellos dudaron de ella y la rechazaron, aunque las mujeres la aceptaron de todo corazón. El Señor apareció muchas veces y ayudó a sus seguidores a aceptar el hecho de que otra vez estaba vivo.
• Pero al final, se fue para siempre. Ya para cuando se habían acostumbrado a su nueva presencia, ¿qué pasó? La Ascensión.* Desaparecido, desaparecido, desaparecido. La pregunta es obvia: ¿de veras termina la historia así con Jesús desaparecido de sus vidas y ascendido al cielo? El propósito de la encarnación de Dios había sido enseñarnos lo profundamente presente que está siempre para nosotros, que vive en nuestro mundo material. ¿Así que se ha ausentado definitivamente através de su ascención? ¿Hemos vuelto al punto de partida?
discretamente, sin brutalizarnos ni obligarnos.
La primera lectura es la continuación de las frecuentes promesas de Jesús de enviarnos el Espíritu Santo ( Paráclito, Maestro, Consuelo) tras su ascensión al Padre. Todo el que cree y que abre su corazón recibirá el Espíritu.
Sigamos esta lógica. ¿Qué es el Espíritu? ¿Es sólo una dosis de “gracia” que recibimos—o nos ganamos—para ser sagrados? ¿O que Jesús y el Padre nos envían para ayudarnos? ¿O algún tipo de poder que proviene de Dios? No.
Escucha bien: el Espíritu Santo es
Dios.
No representa a Dios, no es una paloma posada sobre nosotros, ni siquiera un punto de fuego sobre nuestras cabezas. Es la verdadera, completa realidad de Dios. Y contiene la vida entera de Jesús, así como su muerte y resurrección, así como la Divinidad.
Este Espíritu nos invita a aceptar la fe y nos permite decirle que sí—discretamente, sin brutalizarnos ni obligarnos. La segunda lectura y el Evangelio tratan de lo que yo llamaría “el amor respetuoso.” Eso es un amor que nunca subyuga, sino que respeta siempre nuestra voluntad. En lugar de comportarse como un dictador, el Espíritu quiere acompañarnos en la vida, respetando nuestro ser.
Jesús está con nosotros, por medio de su propio Espíritu dentro de nosotros. El espera que aceptemos la oferta de su Espíritu. Si la aceptamos, nuestras almas se integran a la realidad de Dios y nos convertimos en un cuerpo nuevo para el Dios encarnado.
Entonces somos “El Cuerpo Místico de Cristo sobre la Tierra.”
Muy bien, dices tú, pero ¿por qué es mi fe tan débil, por qué estoy tan lejos de Cristo y tan propenso a pecar? Este Espíritu Santo será mas bien infructuoso.
No, y aquí tienes de nuevo la razón:
El Espíritu espera siempre—siempre espera—que recibamos la vida. Jesús no se ha ido, sino que está llamando a la puerta de nuestra alma. Podemos decirle que no. Pero también podemos decirle que sí.
Y lo decimos viviendo una vida de amor respetuoso.
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Fr. Juan
Foley, SJ