La Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, es la fiesta de la Iglesia que culmina nuestro año litúrgico. Y es que cada año relatamos la historia de la salvación, desde la encarnación, en el tiempo de adviento, hasta el fin del mundo, Cristo Rey.
La fiesta de Cristo Rey, también se trata de nuestro fin en este mundo.
¡El fin! ¡Suena fuerte! Y, no nos engañemos, la lectura del evangelio es fuerte. Nos habla del juicio final. Nos habla de quienes se salvan y quienes se condenan.
¿Y quiénes se salvan? Jesús nos lo dice:
Quienes alimentan al hambriento y le dan de beber al sediento. Quienes reciben al extranjero y lo hospedan. Quienes visten al desnudo. Quienes visitan a los enfermos. Quienes visitan a los encarcelados.
Jesús nos dice: “Yo les aseguro que, cuando lo hicieron con el más insignificante de mis hermanos, conmigo lo hicieron.”
De esto se trata la salvación. Se trata de todos nosotros.
¡Somos el cuerpo de Cristo! ¡Cada uno de nosotros! Jesucristo está en todos nosotros.
Nuestra salvación depende de poder ver el rostro de Cristo en cada persona.
¿Y quienes se condenan? Jesús nos lo dice:
Los que no logran ver a Cristo en su hermano o hermana; en su prójimo. En la gente sencilla, en el pobre, en el desvalido.
En la fiesta de Cristo Rey, celebramos algo asombroso. Dios, motivado por su inmenso amor; completamente enamorado de nosotros, no quiso que fuéramos vencidos por nuestro peor enemigo, la muerte.
Es por eso que Dios se propuso e hizo lo inesperado…una misión de rescate. Para luchar contra la muerte, su acción de amor por nosotros fue encarnarse.
Dios se hizo humano para salvarnos, para vencer la muerte. Ese fue Jesús. Si lo único que tenía que hacer era morir y resucitar, hubiera llegado de 33 años y empezar entonces. Pero no lo hizo así. Llegó de bebé y vivió como cualquier otro ser humano. Y lo hizo así para ayudarnos en el camino a la salvación; para que pudiéramos reconocer al Padre, nos habló y nos mostró el rostro de Dios. Lo hizo sanando, alimentando, perdonando, aceptando e incluyendo al excluido…amando. ¡Esa es la cara del Padre!
Su mensaje fue consistente; y aun así, confundió a muchos, asustó a otros y aquellos con poder e influencia se sintieron amenazados. Y como suele pasar, aún hoy en día, hay quienes reaccionan a lo que no entienden, a lo que les asusta o perciben como una amenaza: reprimiendo o eliminandolo. Este Rey les amenazaba, porque no respondía a sus deseos inmediatos: poder político y estatus. Pensaron que al matarlo se acabaría su problema; se sentirían más seguros.
Pero este no fue el fin de la historia. La misión de Cristo quedó intacta. Después de morir, al tercer día resucitó. Y esta nueva vida, es una vida permanente. Cuando resucitó, resucitó como un cuerpo glorioso; eterno. Precisamente lo que, en su inmenso amor, quiere para ti y para mi.
La salvación no es sólo para un individuo, no es sólo para un grupo, sino para toda la humanidad. Es más, la salvación es un paquete comunitario. Y todos podemos vivir eternamente si somos parte de la misma persona, Cristo.
La lucha de Cristo en contra de la muerte no se ha acabado. Cristo lucha junto a cada uno de nosotros para que también venzamos la muerte. Con cada una de nuestras luchas en contra de la muerte, nos volvemos partícipes de la misión de rescate de Cristo.
Cuando amamos al otro, nos tornamos al otro y ayudamos al otro, luchamos en contra de nuestra propia muerte. ¡Estamos en buen camino! Cuando al fin entendemos que su cuerpo es también nuestro cuerpo y a su vez el cuerpo de Cristo. Cristo Rey vive en mí y mi prójimo.
Sí, todo tiene su final y cuando la muerte finalmente nos toque a todos, unidos al cuerpo de Cristo y a su vez al cuerpo de Cristo en todos los que pertenecen a Él; unidos venceremos a nuestro enemigo… La muerte.
La vida eterna es una muy buena motivación y con Cristo Rey, reinaremos juntos.
Dios me los bendiga a todos y seamos Santos.