La gran parábola sobre el último juicio en el Evangelio de San Mateo nos presenta al Hijo del Hombre glorificado, acompañado de ángeles, reunidos ante todas las naciones. Se separan los benditos de los condenados por un solo criterio: cómo han cuidado de los demás. “Hereden el reino preparado para ustedes desde la creación del mundo. Porque tuve hambre y me dieron de comer, tuve sed y me dieron de beber, fui forastero y me hospedaron, estuve desnudo y me vistieron, enfermo y me visitaron, en la cárcel y vinieron a verme.”
Esta proclamación se repite cuatro veces en el transcurso de la parábola. Vale la pena que se haga. Porque, como ocurre con muchos otros pasajes del Evangelio, hemos oído las palabras tantas veces que nos parecen ordinarias, a pesar de que son las proclamaciones más revolucionarias sobre la condición humana que jamás se ha hecho.
En todas las maneras que se ha revelado Dios a la conciencia humana más elevada, ha habido un tema perdurable: la dignidad y el valor del ser humano. Los antiguos chinos habrán sido entre los primeros para formularlo: no hagan nunca a otros lo que no quieran que nadie les haga a ustedes mismos. La ley arcaica de Babilonia mandaba que se tratara a los demás con buena voluntad. A los egipcios poderosos se les enseñaba “No aterroricen a ningún ser humano.” El Buda llegó a recibir su iluminación sólo cuando se dedicó a una vida de compasión hacia los demás. Y el Judaísmo, padre del Cristianismo y del Islam, muestra la fuente de la verdad: “Dios los creó varones y hembras; los hizo a imagen de su propio ser.”
Para los cristianos, esta revelación de Dios alcanzó la mayor claridad en la Encarnación: la Palabra de Dios se hizo carne para salvarnos. Por esto, es estratégico que San Mateo, inmediatamente antes de la narrativa de la pasión y la muerte de Jesús, nos presenta la escena del juicio final como una metáfora donde los más humildes de los humanos se identifican con El Señor de la historia.
Por una parte, se puede interpretar esta parábola como una crítica a la resistencia violenta de la revelación de Dios por la humanidad. En los últimos cien años, se han matado a millones de personas en el Medio Oriente en nombre de la tierra natal y por la patria. Se masacraron once millones de hindúes y musulmanes al comienzo de la liberación de la India. Murieron veinte millones de personas cuando se hizo la purga en la China comunista. Los campos de matanza camboyanos quedaron marcados con un millón de calaveras. Ruanda y Serbia aún están hundiéndose bajo oleadas de sangre.
Antes de nuestros tiempos, naciones enteras de gente indígena desaparecieron de Norteamérica y de Sudamérica, sacrificadas a los ídolos de oro. Y mucho antes de implementarse la terrible “solución final,” desterraron a los judíos o les obligaron a convertirse a la fuerza. Se lanzaron guerras “santas” en nombre de Dios. Niños de todo color y nación han sido vendidos o matados al nacer.
Ante estos sucesos tan deprimentes el Señor de la historia ha dicho: “Les aseguro que cada vez que hicieron esto a uno de mis más humildes hermanos y hermanas, a mí me lo hicieron.”
Como toda escritura sagrada, la parábola del fin del mundo es un juicio para el mundo. En el tumulto humano,
descuartizamos al cuerpo de Cristo. “A mí me lo hicieron.” Los hambrientos, las personas
indeseadas como los ancianos y los niños que todavía no han nacido, los criminales, el enemigo—los más
humildes hermanos—son Él.
Este juicio de Dios es también un mandamiento moral. En los ojos de los seguidores de Cristo, los cuerpos de
los heridos y matados son el cuerpo de Cristo. De esta manera, matar es un sacrilegio. Toda guerra es profana.
Cualquier “opción” de matar a otro ser humano es una acción malvada.
Pero la historia es aún más radical. Porque la parábola no sólo juzga la historia. Nos llama a amar con obras.
Nos invita a ver a Jesucristo en el prójimo. Encontramos a Dios en cada encuentro con otra persona. Los
esposos, los hijos, los vecinos todos cuentan como “los humildes hermanos.” Cada esposa que da
apoyo a su esposo, cada padre que da alegría a su hijo/a, cada amigo/a que da consuelo a un compañero/a, cada
madre que alimenta al bebé o que abraza al moribundo se ha encontrado con el Señor.
Todos nosotros llevamos la presencia del Altísimo, no importa lo limitado o lo menos apreciado que parezcamos
ser. Somos cuerpos de Cristo. Cada vez que comulgamos se reafirma esta verdad: Cristo adopta nuestra carne
como suya.
Las Sagradas Escrituras, en el sentido más profundo, no sólo nos presentan un reto moral o un juicio del
mundo. Tampoco son un programa para la acción social o política, ni un libro de autoayuda. Al contrario, son
una historia del misterio de la salvación.
Porque al final de la historia, Jesucristo, la Palabra de Dios hecha carne, se dirige también al que le envió:
“Cada vez que lo hiciste a uno de éstos, mis humildes hermanos, a mí me lo hiciste." Estas palabras que
nos desafían son las mismas palabras que nos salvan.
¿Qué pasaría si, al pensar, al rezar y al escribir sobre las Sagradas Escrituras, lo aceptáramos como si fuera
realidad? ¿Y si la Palabra de Dios es en realidad la verdad en todos los aspectos de la vida—la verdad para
las naciones del mundo, la política, o la economía; la verdad para nuestras relaciones del uno con el otro; la
verdad para cada uno de nuestros corazones; la verdad de Dios?
Si Usted y yo aceptamos la promesa de la Palabra de Dios, con toda nuestra mente y voluntad, tal vez entonces
lleguemos a entender completamente las palabras inspiradoras de San Pablo: “Cristo tiene que reinar
hasta que Dios haga de sus enemigos estrado de sus pies. El último enemigo aniquilado será la muerte.”