Un joven piadoso renunció a todos sus bienes y se consagró
al servicio de Dios. Se fue al desierto a buscar a un
anciano sabio que llevaba allí muchos años y tenía fama de
santo. Cuando el joven encontró al sabio le dijo: “He
entregado todas mis posesiones a los pobres y me he
consagrado completamente a Dios. Pero tengo una duda: ¿Me
voy a salvar?” El sabio se le quedó mirando y le respondió
tajantemente: “¡No! No te vas a salvar”. El joven quedó
desconcertado y confuso, porque no se esperaba una
respuesta tan dura; de modo que volvió a insistir: “Pero
he sido generoso y quiero seguir siéndolo. No entiendo por
qué no me voy a salvar”. Entonces, el anciano le dijo: “No
te vas a salvar. A ti te van a salvar...”
Esta constatación se hace presente en la vida del creyente
más tarde o más temprano. En los comienzos de la vida
cristiana, especialmente cuando se ha vivido un proceso
rápido de conversión, la persona siente que sus méritos le
dan el derecho de sentirse salvado. Sin embargo, una de
las mejores señales de que se va avanzando en el camino de
la fe, es la conciencia de que no son nuestras obras las
que nos convierten en justos, sino la gracia y la bondad
de Dios la que nos regala la salvación.
Esta conciencia la tenía Jesús. A lo largo de este amplio
texto de la Pasión, según san Marcos, queda claro que
Jesús no se sentía dueño de la salvación, sino que la
recibía como regalo de su Padre Dios. Incluso, los que
pasaban delante de la cruz lo insultaban, meneando la
cabeza y diciendo: “¡Eh, tú, que derribas el templo y en
tres días lo vuelves a levantar, sálvate a ti mismo y
bájate de la cruz! De la misma manera se burlaban de él
los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley.
Decían: –Salvó a otros, pero a sí mismo no puede salvarse.
¡Qué baje de la cruz ese Mesías, Rey de Israel, para que
veamos y creamos! Y hasta los que estaban crucificados con
él lo insultaban”.
Pero Jesús se sabía en las manos de Dios y confió en él
hasta el final. Incluso el grito desesperado que le oyeron
los testigos de este suplicio, tenía detrás una
experiencia de confianza, como bien lo anota el papa Juan
Pablo II en la Exhortación Apostólica que escribió al
comienzo del nuevo milenio: “Nunca acabaremos de conocer
la profundidad de este misterio. Es toda la aspereza de
esta paradoja la que emerge en el grito de dolor,
aparentemente desesperado que Jesús da en la cruz: «“Eloí,
Eloí, ¿lemá sabactani?” –que quiere decir– “¡Dios mío,
Dios mío! ¿por qué me has abandonado?”» ¿Es posible
imaginar un sufrimiento mayor, una oscuridad más densa? En
realidad, el angustioso «por qué» dirigido al Padre con
las palabras iniciales del Salmo 22, aun conservando todo
el realismo de un dolor indecible, se ilumina con el
sentido de toda la oración en la que el Salmista presenta
unidos, en un conjunto conmovedor se sentimientos, el
sufrimiento y la confianza. En efecto, continúa el Salmo:
«En ti esperaron nuestros padres, esperaron y tú los
liberaste… ¡No andes lejos de mí, que la angustia está
cerca, no hay para mí socorro!» (Salmo 22 (21), 5.12)”
(Novo Millenio Ineunte – 2001).
¿Nos sentimos dueños de la salvación? ¿Confiamos en la
acción de Dios aún en medio de las contradicciones? Esto
es compartir hoy la Pasión del Señor para la salvación del
mundo.
Hermann Rodríguez Osorio, S.J.*
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