El relato bíblico para este domingo nos muestra dos tipos de rey.
Uno de ellos posee poder, riqueza, orgullo y las fuerzas de la guerra. Ese rey solo fingía preocuparse por el bienestar de la gente. En realidad, lo único que le importaba eran sus propios deseos. En contraste, el otro es un rey o una reina que siente verdadera empatía por cada persona, por el bienestar de todo su pueblo.
Me doy cuenta de que este concepto se podría aplicar fácilmente a la situación política actual de los Estados Unidos. Pero, este domingo, examinemos las fuentes bíblicas de la idea. Quiero recordarles el cuento de TH White (El actual y el futuro rey), que trata del Rey Arturo. El cuento afirma que Arturo nació para ser el buen rey, y no el tirano.
Como ya sabrás, Merlín el mago, en la versión de White, sequestra al bebé Arturo del enorme Castillo de su padre y empieza a educarlo en el lejano Castillo deteriorado de un noble venido a menos para enseñarle sobre los pequeños y humildes seres a su alrededor.
Vamos a dejar para otro día el resto del cuento, pero es interesante notar que a Jesús le pasó algo casi igual. No es que fuera secuestrado, sino que se crió en circunstancias muy humildes, y que amaba lo pequeño y lo hermoso de su niñez polvorienta.
Pero entonces, este domingo, de repente toda la pompa y la gloria del poder cae sobre Jesús. ¿Qué ha pasado? ¿Se ha convertido en el rey malo? Veamos.
Un rey solía montar sobre un potro, o como muchas veces se traduce, “un borrico.” Ese animal no representaba la humildad sino la realeza. La gente alfombraba el camino con sus mantos y con ramas cortadas en el campo para facilitarle el paso al rey y para protegerlo del polvo del camino.
Jesús no rechazó semejantes honores. De hecho, en la lectura para la procesión oímos que él los organizó. Envió a los discípulos a encontrar el borrico. Y entró en Jerusalén montado en ese animal. La gente lo honoraron con sus mantas y las palmas como a un Rey Salvador.
¿Por qué Jesús se sometió a semejante tratamiento?
La respuesta está en la liturgia. Pedro, quien había jurado que jamás negaría a Jesús, niega tres veces conocerlo. Jesús dice claramente que Pedro será contado entre “los malhechores.” (San Lucas 22: 37, citando a Isaías 53: 8-12) Después, Jesús suda sangre en el jardín, y al final se entrega a las manos del diablo, diciéndole en efecto, “Esta es tu hora, el momento de tu oscuridad.” Hay un falso juicio y nuestro Rey comparte una muerte sangrienta con tres malhechores comunes.
De modo que, realmente no había rey. ¿La ceremonia de las palmas era un error?
Míremoslo de nuevo.
El liderazgo tiene su raíces en el servicio. La verdadera naturaleza de un rey no implica riquezas, honores, ni poder. Estas cualidades solo engañan y atrapan al líder. Los reyes y todos los demás líderes existen para asegurar el bienestar del reino, y especialmente el de la gente.
Jesús viene a traernos este tipo de reino, de servicio y humildad, y no de orgullo y competencia. Su realeza se cumple no con las alabanzas sino a través de la vía de la cruz.
El domingo de Ramos nos trae el verdadero rey.
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autor de esta reflexión:
Fr. Juan Foley, SJ