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Haciéndose Semejante a los Humanos
“En tus manos encomiendo mi espíritu.”

  “Temo la llegada del Viernes Santo este año.” Fue una afirmación sencilla y honesta de una señora amable que se sentó delante de mí mientras me hablaba de su vida espiritual. Pero no hablaba solamente por sí misma. Llevó por encima un peso que todos nosotros acarreamos cuando nos enfrentamos con la Pasión.

Igual que el mismo Jesús, pensé. Deseó cenar, pero temió la idea de tomar el cáliz. Cuando llegó la hora terrible, habló tan claramente y directamente como la mujer reacia que temía el Viernes Santo: «Padre, si quieres, no me hagas beber este trago amargo; pero no se cumpla mi voluntad, sino la tuya.» Sintió la angustia. Se preocupó tanto que sudó gotas de sangre.

Pero como Isaías profetizó, este Dios-con-nosotros no deshizo lo andado. Se quedó sin protección ante el acoso de la vida y la muerte. Endureció el rostro como el pedernal y sólo se aferró a Él que le envió.

Nuestro problema es solucionar el pecado sin un sinfín de estrategias de negación.

Dios, que nos creó en su propia imagen, se hizo en Jesús semejante a los humanos. La encarnación y su consecuencia inevitable sería un gran vaciarse a nosotros. Sería la segunda caída: la caída de Dios a nuestra condición humana, una bancarrota sublime sin cuantiosa indemnización.

Lo que está en el corazón de la Pasión es nuestra grande y grotesca realidad humana. Nuestro dilema es la curación de las llagas sin el uso del maquillaje. Nuestro problema es solucionar el pecado sin un sinfín de estrategias de negación. “No culpable” decimos todos, tomando los ardides de la sala de justicia como manera de vivir. Llegamos a un acuerdo con los que nos acusan mientras continúa la muerte. Aguantamos las heridas sin quejarnos. Los maltratos que cometemos quedan sin mencionar. No se fijan en las privaciones que tenemos en común.

¿Cómo podría vivir alguno y evitar la Pasión? Nunca educaríamos a los niños, nunca naceríamos, nunca viviríamos en un mundo tan querido y tan cargado de peligro, y tampoco creceríamos. Definitivamente, nunca amaríamos. Fue por nosotros que Virgilio lamentó las “lágrimas de las cosas.” Jesús dijo más: “No lloren por mí,” les aconsejó a las mujeres de Jerusalén, “lloren por ustedes y por sus hijos.”

Y así lo hacemos durante nuestra propia pasión. Lloramos por nosotros mismos en la abundancia y en la privación. Lloramos por los niños que nunca tuvimos y por los niños que hemos dado a luz. Las lágrimas son inevitables, por mucho que queramos pretender que es al contrario. No hay ni poder de Pilatos ni deseo de Herodes que nos pueda salvar.

Mi amiga que temía el Viernes Santo, lo entendió bien. Es una temporada de la vida inevitable y temida. Morimos miles de muertes. Derramamos los corazones y las lágrimas por nuestros niños, lamentamos la muerte de los seres queridos, el compañero deshecho, los padres destrozados. Sudamos nuestro amor y sangramos nuestros dolores.

¡Ay si hubiera otra salida!

Pero sin esperarlo, maravillosamente, el que no tenía que hacerse cómo nosotros, optó por hacerlo, no huyó. Entró en el jardín de Getsemaní para enmendar el jardín de Edén. No se aferró a la toga de la divinidad, llevó la toalla para lavarnos los pies. Y nosotros susurraríamos con San Pedro “no sólo los pies, Señor, sino todo nuestro ser, nuestros dolores y temores, nuestro envejecer y desmanecer, nuestra agonía y muerte.”

En su obra Poems, CS Lewis escribió que el amor era tan caliente como las lágrimas: inquietante, no solicitado, purificador y tranquilizador. Era tan feroz como el fuego, parpadeante con vida, ardiente con ira, constante como algunas llamas eternales. El amor, también, era tan fresco como la primavera, nuevo y vivo, audaz y valiente. Pero terminó su canción de Amor con la estrofa más expresiva de todas:

El amor es tan duro como los clavos,
El amor es un clavo
Cortante, grueso, martillado por
Los nervios intermedios de Él que
Al crearnos, sabía lo que había hecho
Veía (con todo lo que existe)
Nuestra cruz y la Suya.

Tal vez es la cruz lo que temamos. Preferiríamos ir algún día, brillantes, resplandientes y sin mancha, ante el Servidor deshecho para darle las gracias por sus dolores, no por nosotros, pero por todos los otros del mundo que lo necesitaban. Nos encargaremos de nuestsra propia salvación por nuestro esfuerzo y nuestros logros. “Gracias, pero de todas formas, prefiero no necesitar una prueba tan terrible de amor.”

Pero el sueño de estar sin pecado se vuelve en pesadilla cuando fallamos y caemos. Al contar con la frágil virtud que nos traiciona cruelmente, llegamos a concluir ante nuestro horror que no merecemos la Pasión y que todo está perdido. El fracasado que se cree fuera del alcance del poder y de la gracia de la salvación se junta con los fariseos que no la necesitaban.

La madera del Viernes Santo, en la cual quedó clavado el Redentor del mundo, espera nuestro beso. Llevó Él que nos dice ahora y para siempre, desde la cruz: “Sí que necesitabas esto. Y, sí, te lo merecías.”


John Kavanaugh, SJ
Traducción de Kathleen Bueno, Ph.D.
El Padre Kavanaugh fue profesor de Filosofía en la Universidad de San Luis, Missouri. Su prematura muerte ha sido muy dolorosa para todos aquellos que le tratamos en su vida.
Arte de Martin Erspamer, OSB
de Religious Clip Art for the Liturgical Year (A, B, and C)
["Clip Art" religioso para el año litúrgico (A, B y C)]. Usado con permiso de Liturgy Training Publications. Este arte puede ser reproducido sólo por las parroquias que compren la colección en libro o en forma de CD-ROM. Para más información puede ir a: http://www.ltp.org