Jesús sopla sobre los discípulos para que tengan el Espíritu de vida. Así reciben el poder de terminar con un mundo y crear otro, soltar o comprometer a sus pueblos. Es algo serio recibir al Espíritu; el Espíritu suelto es un poder sin control, el mismo Dios como reto revolucionario a todo lo que se ha hecho y llegará a existir.
El Espíritu, en la lengua hebrea, Rúaj, se mueve como viento huracanado sobre las fronteras y márgenes del caos antes de la Creación. Es el Espíritu que reconoce a la mujer con su piropo: “... hueso de mis huesos y carne de mi carne.” El Espíritu salpica el arca de Noé con los colores del arco iris, revelando la Gran Alianza. Esta misma Fuerza de vida contaba los granos de arena en el desierto y las estrellas del cielo, numerando el futuro y familia de Abraham. Ella también hospedaría a Israel en Egipto para después sacarlo de su esclavitud y hacerlo modelo de los pueblos en camino de liberación. Cuando ese pueblo se hizo infiel, fue el Espíritu quien lo buscaba, trayéndolo por sendas torcidas de guerra y exilio a escuchar de nuevo sus palabras de dulce amor y alianza compasiva.
Es el Espíritu el que inspira a María para que envuelva a su hijo, “el primero entre todos los que nacen”, en la ropa de los más pobres y lo meta en un lugar de alimentos. El Espíritu llega a Jesús cuando se bautiza en el Río Jordán con la misma delicadeza mostrada por el palomo que baja a su nido de cenizas secas sin turbar ni un granito entre ellas. El Espíritu manda a Jesús a sus confrontaciones con el poder manipulador y caótico como también al abrazo con el leproso. Lo pone a caminar con sus discípulos hasta la lomita cruel del Calvario. Es el Espíritu el que reclama en la cruz el amor y la justicia de una nueva creación llamada “Reino de Dios.”
El Espíritu convoca la fuerza de vida por fuego y viento a pesar del temor y las puertas cerradas, invocando la misión y voz apostólica a favor de muchas lenguas y pueblos. En Samaría, la tierra herética, después de un bautismo en nombre de Jesús, llega el poder de organizarse a comunidades evangelizadas por “una imposición de manos” y la conciencia de dar pasos hacia la vida y esperanza compartidas. El Espíritu le dice a Pedro que a nadie se le debe excluir de la asamblea por ritos ni por dieta; en la fracción del pan, todos llegarán a compartir la vida del Señor Resucitado. Apolo y Simón el mago, Aquilas y Prisca, Juan Marcos y Bernabé, Pablo, Timoteo, Lidia y Febe estrechan las manos para sanar al mundo herido y cicatrizado por su confusión, el dolor y la muerte.
El Espíritu, como Pablo dice, es “Dios que llora y clama en nuestro corazón” por los niños muertos del Congo y Darfur y tiembla al ver la agresividad de los adolescentes pandilleros en las calles del barrio. El Espíritu es quien lamenta el dolor de los refugiados en las fronteras y lucha para liberar a los pueblos marginados por los privilegiados que acaparan hasta la vida.
El Espíritu mora con nosotros y busca a los que quieren organizar la vida, no para llorar solos, sino para promover el proceso de liberación y reclamar como pueblo su dignidad en un mundo dado a construir muros de exclusión, pecado y muerte.
Nuestra espiritualidad significa ser del Espíritu de Dios y reconocer allí la relación íntima en oración y acción que, como seres humanos, compartimos al intentar desmoronar las estructuras injustas y dolorosas que acaban con las gentes, construyendo unas nuevas actualidades que servirán mejor la justicia, el amor y la compasión entre todos.