Para muchos de nosotros los cuales vivimos en un mundo
lleno de bullicio, no es siempre fácil encontrar el
silencio y la calma que necesitamos. En nuestros hogares,
lugares de trabajo y vida social, estamos acostumbrados al
ruido y movimiento continuo—corremos de lugar en lugar, y
no siempre prestando la atención debida a todo lo que
hacemos.
De una manera diferente, el Viernes Santo confronta
nuestra lucha cotidiana con un silencio profundo y un
ritual humilde que nos lleva a una reflexión profunda y
significativa. Nuestra celebración de este día solemne,
nos invita a que abandonemos nuestra rutina, para así
poder atender a la cruz.
En las palabras del profeta Isaías, vemos de manera
explícita la cruz que nos conduce a la santidad. Sin pelos
en la lengua, el profeta nos recuerda que la cruz que
miramos refleja el sufrimiento santificador al cual somos
llamados: “Nuestro castigo saludable vino sobre Él, sus
cicatrices nos curaron. Todos errábamos como ovejas, cada
uno siguiendo su camino, y el Señor cargó sobre Él todos
nuestros crímenes” (Isaías 53:5-6).
De igual manera, vemos en las palabras del profeta como
este sufrimiento santificador nos conduce a la gracia
divina: “Por eso le daré una parte entre los grandes, con
los poderosos tendrá parte en los despojos, porque expuso
su vida a la muerte y fue contado entre los pecadores, y
Él tomó el pecado de muchos e intercedió por los
pecadores” (Isaías 53:12).
Siguiendo esta reflexión del profeta Isaías, el salmo nos
exhorta a que en medio de nuestros sufrimientos aprendamos
a poner nuestra fe y esperanza en el Señor. Solo Dios
puede liberarnos de todo aquello que nos tropieza e impide
nuestro bien: “A Ti, Señor, me acojo: no quede Yo nunca
defraudado; Tú que eres justo, ponme a salvo. A tus manos
encomiendo mi espíritu: Tú, el Dios leal, me librarás”
(Salmo 31:2, 6).
Entonces, es preciso que nos acerquemos a la cruz donde se
encuentra el trono de gracia. Es ahí, junto a nuestro Sumo
Sacerdote, Jesús, donde verdaderamente encontraremos
nuestra salvación (Hebreos 4: 14-16).
Ahora solo nos queda por acompañar a Jesús en su camino.
Sabemos que esta fidelidad y seguimiento de Jesús nos es
algo fácil. Como Pedro, somos susceptibles a negar nuestra
identidad cristiana—ya sea por miedo y cobardía. O como
Poncio Pilato, segados por nuestras ambiciones personales,
somos aptos a no ver la verdad que nos mira cara-a-cara
(Juan 18: 38).
Sea cual sea nuestra disposición frente a la cruz, ahora
nos toca simplemente entrar en silencio, postrarnos de
rodillas y sentir el llamado que viene de Jesús a nuestros
corazones. Vale la pena recalcar con el evangelio de hoy,
que frente a la cruz se encuentra Nuestra Madre Maria
(Juan 19:26-27). En sí, no estamos solos.
Vamos pues a la cruz…que nuestro silencio nos guie…nuestra
santidad nos espera.
F. Javier Orozco, SFO, PhD
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