La oscuridad nos puede aterrar.
Pero otro tipo de oscuridad nos puede brindar la paz. Una noche de sueño profundo, por ejemplo. O “un día suave y agradable,” como los irlandeses describen esos días de sombra, lluvia y llovizna tan típicos de Irlanda, que la hacen tan verde.
Yo viví un día muy oscuro una vez en Hawaii, donde, irónicamente, hay muchísima luz. Un compañero jesuita y yo decidimos subir por la ladera de la montaña volcánica en Maui, hasta la cima. Ibamos con un guía y con amigos, y pensábamos bajar hasta el fondo del cráter.
Pues bien, pero no nos habían contado sobre la enorme cueva oscura que nos esperaba dentro del cráter. Era un “tubo de lava,” que se formó cuando un enorme chorro de lava caliente empezó a enfriarse, endureciendo así su superficie mientras dentro la lava seguía corriendo. De esta manera se forma un “tubo” hueco. Nos llevaron hasta esa cueva/tubo y, desde luego, no dudamos en entrar. Tras seguir algunas curvas, no se veía ni pizca de luz natural dentro de la cueva. Nuestra única salvación era una pequeña bombilla eléctrica. Nos sentamos sobre las rocas a la luz de esa bombilla.
Y entonces, nuestro “guía” la apagó.
Como lo oyes.
Nos había avisado antes de eso, muy amablemente, pero las palabras “apagar la luz,” no me reconfortaban.*
Una oscuridad profundísima nos envolvió—a nosotros y a todo lo que había allí. Era igual abrir los ojos que mantenerlos cerrados. Nada de luz, nada de sombra, ni el más mínimo brillo. Obviamente, el guía sabía que nos sentiríamos atrapados y aterrados allí, perdidos en un lugar desconocido, sin el uso de nuestros ojos.
Pero el resultado era exactamente lo contrario. A pesar de la oscuridad, yo me sentí maravilloso: una paz increíble.
“Ahora voy a prender de nuevo la luz,” susurró el guía tras varios minutos, pero le dijimos que esperarar. “No, no, déjela apagada. Denos más tiempo.” Allí estuvimos, sentados, unidos, consolados por la profundidad y abrigados por una noche absoluta.
Cuando por fin se prendió de nuevo esa pequeña bombilla, nuestra propia vista nos sorprendió. La vista era como una memoria que se nos había escapado. La oscuridad creó un lugar de descanso en el que nuestras almas se reconstituyeron, nuestros ojos recuperaron su inocencia. A lo mejor nuestro mundo a la luz del día se había vuelto demasiado ordinario, predecible, una herrmienta para ser usada. Ahora la luz nos pareció milagrosa, un regalo de Dios--aun si procedía de una humilde bombilla incandescente.
¿Y por qué te cuento esto? Bueno, en el Evangelio para este domingo, la gente anhelaba una luz como aquélla. Le gritaron, en efecto, a Juan el Bautista, “Eres tú la luz?¿Darás la buena noticia a los que sufren?¿Vendarás los corazones desgarrados? ¿Proclamarás la amnistía a los cautivos y a los prisioneros la libertad?” (Primera Lectura) El Bautista responde, “Yo sólo soy testigo de la luz. Llegará pronto. Aférrense a mi brazo hasta que venga.
¿Tú y yo estamos aferrados a ese brazo también? ¿Cuál es nuestra experiencia de la oscuridad? ¿Es el contrario de la paz? Para algunos, se llama terror.
Por profunda que sea la oscuridad de la noche, recuerda que hay siempre la promesa de la luz. Cuando llevamos ya mucho tiempo en la oscuridad, hasta el punto más pequeño de luz lo cambia todo.
¡Un niño recién nacido podría traérnoslo en Nochebuena!de Religious Clip Art for the Liturgical Year (A, B, and C)
["Clip Art" religioso para el año litúrgico (A, B y C)]. Usado con permiso de Liturgy Training Publications. Este arte puede ser reproducido sólo por las parroquias que compren la colección en libro o en forma de CD-ROM. Para más información puede ir a: http://www.ltp.org