¿Por qué será que nos fascina tanto una vela solitaria en la ventana?
Imagínate esta vela y compárala con la imagen de un cuarto con poderosas luces flourescentes que iluminan todos los rincones por igual, con mucha luz, ningún matiz de gris; y la cara humana con sus arrugas y sus desperfectos sólo quiere esconderse porque todos sus defectos ya son obvios. ¡Huy!
Ahora imagina un cuarto iluminado por velas. Así sobresalen las mejores características de cada rostro. Los defectos quedan en segundo plano. Este tipo de iluminación perdona nuestros desperfectos y nos presta un rubor sagrado.
Pues, Jesús es esa luz bondadosa. No es un reflector del cual nadie puede escapar. Una persona sencilla, una persona que perdona las almas, y una persona que observa tranquilamente el rostro humano.
Pero, espera. ¿Acaso no es Jesús una luz brillante? ¿Una luz que brilla entre las tinieblas?
E pueblo que habitaba en tinieblas
vio una luz grande;
a los que habitaban en tierra y sombras de muerte,
una luz les brilló. (Primera lectura)
La gran luz, el Salvador, la luz de luces, el Mesías.
Sí, pero el Evangelio nos muestra a un hombre que camina junto al lago de Galileo como cualquier persona común y corriente. Paseándose. Dicho en otras palabras, un hombre humilde, un rayo pequeño de luz, tenue, como todos nosotros. ¿En qué sentido es él “una luz grande:?
¿Aquellos hermanos lo veían como “una luz grande”? ¿Creían que él disiparía las tinieblas? Si somos sinceros, tenemos que contestar que no. El era solo un brillo tranquilo, la vela en la ventana. Lo único que sí sabían los hermanos era que ellos querían acompañarlo.
Lo bueno que ellos vieron en ese momento era que la luz de Jesús no era flourescente, iluminando sin piedad cada rincón y grieta de la vida de la gente. Que los ejércitos de Jesús no lo arrasaban todo. No un rayo fulminante sino, increíblemente, la llama parpadeante de una vela, una llama que los vientos del huracán quisieron apagar, pero no pudieron. La luz de Cristo era grande, sí, pero de una forma nueva, de una forma que parecía muy tenue y muy simple.
El Papa Benedicto XVI lo dijo así:
El signo de Dios es la sencillez. El signo de Dios es el bebé. El signo de Dios es que él se hace pequeño por nosotros. Es así que Dios gobierna. No llega con poder y esplendor superficial. Llega como una criatura—vulnerable, necesitada de nuestra ayuda. No quiere arrollarnos con su fuerza. Nos quita el miedo de su grandeza. Nos pide el amor; para eso, se hace niño.
¿Niño? Sí. Cuánto más grande su grandeza, más pequeña nos parece cuando la miramos con nuestros ojos humanos. La verdadera naturaleza de la Bondad se revela en el hombre divino/humano Jesús.
Ven y adoremos.